Cultura Impopular

El blog de Espop Ediciones

viernes 21 de septiembre de 2012

La primera novela del siglo XX

El 20 de abril de este año se cumplía el centenario del fallecimiento de Bram Stoker, conmemorado por la Fundación Luis Seoane de A Coruña mediante la exposición «Drácula: un monstruo sin reflejo», comisariada por Jesús Egido y complementada el pasado julio con un curso de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en el que tuve el placer de participar junto a conferenciantes como Luis Alberto de Cuenca, Javier Alcázar, José Luis Castro de Paz, Emma Cohen y Jesús Palacios. A raíz de todo aquello, Reino de Cordelia acaba de publicar un precioso volumen que reúne textos de los autores ya mencionados junto a una abundante colección de imágenes. Para celebrarlo, recupero aquí esta serie de notas que me llevé como apoyo y escaleta para la charla y que combinan algunas ideas ya expuestas en trabajos como mi edición de Drácula para Valdemar, el prólogo para el volumen Cuentos de medianoche y el artículo «El padre del vampiro» (incluido en este Drácula: un monstruo sin reflejo), junto a otras nuevas que aún ando madurando.

1. Todas las novelas, particularmente las novelas que han perdurado —eso que hemos dado en llamar clásicos—, tienen su particular mito de creación. En el caso de Drácula, de Bram Stoker, hay dos pilares básicos sobre los que se suele alzar dicho mito. Dos verdades aparentemente inmutables a juzgar por lo mucho y a menudo que se repiten. Una de ellas tiene que ver con el propio Stoker: gran maestre del horror y encarnación de la dualidad victoriana, correcto y moralista de puertas afuera, torturado en su interior por oscuras visiones de deseo que le condujeron de manera irremediable a la literatura de terror como única válvula de escape. La otra, tiene que ver con su personaje: Drácula, Vlad Tepes, el empalador; terrible figura histórica convertida en icono del horror. Ambas «verdades» son falsas.

2. Efectivamente, Stoker tenía un marcado interés por lo macabro y escribió varias novelas de terror. Es altamente dudoso, sin embargo, que le hubiera gustado pasar a la posteridad como mero asustaviejas. De hecho, sus novelas de miedo no llegan a ocupar ni siquiera el cincuenta por ciento de su producción, entre la cual podemos encontrar novelas costumbristas, aventuras marineras, relatos infantiles, denuncia social, ensayos históricos e incluso la que consideraba la obra más importante de su vida: una extensa biografía de su amigo y patrón, Henry Irving, el actor más famoso de la Inglaterra victoriana. Así pues, por mucho que habitualmente tendamos a presentarle como tal, Stoker no era ni mucho menos el Stephen King de su época. (De hecho, como sabrá cualquiera que le haya leído a fondo, ni siquiera Stephen King es «el Stephen King» de la nuestra; pero ese es otro tema).

3. Stoker nació en 1847 en Clontarf, un suburbio de Dublín. Fue consumado deportista y un entusiasta y ardiente defensor de la poesía de Walt Whitman, en cuya obra encontraría la plasmación perfecta de su ideal masculino, el de «los hijos de Adán», descritos en Hojas de Hierba como aquellos que «saben nadar, remar, montar, pelear, disparar, correr, golpear, retirarse, avanzar, resistir, defenderse a sí mismos». Una definición que encaja como un guante a la siempre animosa pandilla de cazavampiros formada por Jonathan Harker, Arthur Holmwood, Quincey Morris y el doctor Seward, guiados con mano firme por Abraham Van Helsing, un «intelectual aventurero» cuyos talentos se asemejan no poco a los atribuidos por Stoker a Whitman: «Sumamente inteligente, abierto de miras, tolerante en grado sumo; la simpatía encarnada; comprensivo con una perspicacia que parecía más que humana. ¡Un hombre entre los hombres!». Curiosamente, esta influencia no suele aparecer casi nunca en los análisis críticos de la obra de Stoker.

4. En 1878, Stoker abandonó el funcionariado para convertirse en manager de Irving, con el que había entablado amistad gracias a su labor como crítico teatral de un periódico dublinés. Siempre se le ha echado en cara a Stoker cierta torpeza retórica y es cierto que, por lo general, su literatura es desmañada, poco pulida. En realidad su producción habría que calificarla poco menos que de milagrosa. Su labor como manager de Irving incluía la administración de su compañía teatral: el Lyceum. Stoker se encargaba de llevar las cuentas, organizar las giras, supervisar todo lo que tuviera que ver con la parte más pesada del trabajo teatral. Por si eso fuera poco, hacía las veces de secretario particular de Irving, cuya correspondencia contestaba. En realidad, desde que empezó a trabajar para Irving y hasta el día de su muerte, Stoker únicamente pudo permitirse escribir, de manera frenética y acelerada, durante las vacaciones. Toda su obra se redactó en condiciones adversas, más propias de un aficionado aventajado que de un escritor profesional. Toda, con una única excepción: Drácula.

5. Stoker dedicó nada menos que 7 años a la elaboración de Drácula. Sus primeros apuntes para la novela datan de 1870 y muestran un nivel de preparación inaudito para él. Estando de vacaciones en el pueblecito costero de Whitby, aprovechó para empaparse de la historia y el dialecto local, que luego reflejaría casi verbatim en la novela, una de cuyas secuencias más memorables, la dramática entrada en el puerto de la goleta Demeter, está inspirada directamente en el encallamiento real de una goleta rusa, la Dimitri. Las notas de Stoker incluyen bocetos de la costa de Whitby, decenas de palabras marineras y varias páginas de referencias copiadas en la biblioteca local, principalmente de obras como El libro de los hombres lobo de Sabine Baring Gould y Supersticiones transilvanas de Emily Gerard. Estos dos libros resultan particularmente importantes porque, aunque debido al cine se haya acabado identificando a Drácula con el vampiro romántico, demuestran que Stoker hizo un esfuerzo consciente por alejarse de esa imagen popularizada por Byron (el monstruo renuente y torturado de El Giaour), convirtiendo a su personaje en una especie de fuerza de la naturaleza surgida de una tierra misteriosa y primitiva. De Gerard tomó el ambiente, una Rumanía embrujada y mística. De El libro de los hombres lobo, el animalismo e incluso la descripción física del mismo conde Drácula, muy parecida a la que da Baring-Gould de los licántropos cuando se encuentran en forma humana: unicejo, dedos cortos y achaparrados, pelo en las palmas de las manos…

6. En principio Stoker pretendía titular su novela The Undead, «el no muerto». De hecho, tardó mucho en cambiar de opinión, prácticamente hasta pocas semanas antes de su publicación se seguía refiriendo a ella con dicho título. Peor aún, su vampiro respondía originalmente al sumamente aburrido nombre de conde Wampyr. Aquí es donde entra en juego un tercer libro, el árido Un informe sobre los principados de Valaquia y Moldavia, de William Wilkinson, cónsul británico en Bucarest. Por él, Stoker averigua que: «Valaquia continuó pagando tributo hasta el año 1444, cuando Ladislao, rey de Hungría, preparándose para guerrear contra los turcos, captó al voivoda Drácula para formar una alianza con él. Las tropas húngaras marcharon a través del principado y a ellos se les unieron cuatro mil valacos al mando del hijo de Drácula. Drácula, en el idioma valaco, significa Diablo. Los valacos, entonces como ahora, estaban acostumbrados a darle este nombre a cualquier persona que se hiciera notar, bien por su valor, su crueldad o su astucia».
Esta, y sólo esta, es la única referencia real y documentada al Drácula histórico conocida por Stoker. Como puede comprobarse, en ningún momento se menciona el nombre de Vlad Tepes ni su afición por los empalamientos. Así pues, ¿está el nombre de Drácula inspirado en el apodo real de Vlad el empalador? Sí. ¿Están el personaje de Drácula, su caracterización, su pasado o su comportamiento basados o inspirados en modo alguno en Vlad el empalador? Rotundamente no. La «relación», de hecho, ni siquiera salió a relucir hasta que un astuto historiador rumano llamado Radu Florescu supo captar el potencial de la misma y hacer carrera con ella. Por lo visto, la historia de que un escritor con fama de mediocre diese en el clavo por una vez en la vida tras inspirarse en un entonces ignoto personaje real parece tener más atractivo que la del autor que, por una vez en la vida, dedica siete años de trabajo a pulir su talento en bruto.

7. Un punto importante de inflexión en la creación de la novela tuvo lugar en el año 1893. Dándose cuenta de que la tarea de organizar Drácula es mucho más ambiciosa que cualquier otra cosa que haya acometido hasta entonces, Stoker decide abordarla como si fuese una de las giras del Lyceum. Coge un calendario y distribuye todos los acontecimientos de la novela día a día. Llega incluso a copiarse los horarios de los trayectos de los trenes que deberán tomar los protagonistas. A partir de entonces, la trama apenas se desvía de un esquema bien rígido. En otros aspectos, Stoker sigue dudando. Algunos personajes desaparecen, otros quedan fusionados, como Van Helsing, que acaba adoptando las características de hasta tres personajes distintos. Lo que sí parece claro, a juzgar por sus notas, es que para 1894 Stoker tiene ya clara tanto la escaleta de todo lo que va a suceder como el dramatis personae. Aun así, todavía tarda dos años más en darle forma a la novela, llegando a descartar más de cien páginas de su tramo inicial. ¿Por qué dedicó tanto trabajo Stoker a esta novela en particular? ¿Por qué no la despachó en unas cuantas semanas, tal como hizo con el resto de sus obras? ¿Sabía que tenía algo especial entre manos?

8. Una cosa que pocas veces nos paramos a pensar cuando leemos una novela de época es cómo la visualizamos. Nuestra imagen mental está indefectiblemente contaminada por años de bombardeo mediático. Cuando un autor victoriano, por ejemplo, describe a un personaje como «alto», probablemente se esté refiriendo a una persona diez o quince centímetros más baja que aquella en la que estamos pensando nosotros. Los conceptos de belleza también han cambiado enormemente. Sin embargo, cuando un escritor decimonónico escribe sobre gente bella, nosotros la visualizamos a nuestra manera. Es decir, aportamos una información visual, sensorial, que en cierto modo nos aleja de una interpretación rigurosa de la novela.
De esta manera, es muy posible que, casi sin quererlo, hoy en día abordemos Drácula principalmente como una novela «de época». Sin embargo, para el lector del momento, lo más probable es que fuera el equivalente de Misión Imposible, una aventura en la que continuamente se están empleando los últimos avances de la tecnología, aparatos que para mucha gente seguían siendo casi de ciencia ficción: Jonathan Harker tiene una cámara portátil Kodak, inventada en 1888. Seward graba su diario mediante un fonógrafo. Continuamente se utilizan las más recientes innovaciones: lanchas motoras, rifles de repetición, máquinas de escribir portátiles. Incluso las ideas son nuevas: la transfusión sanguínea, la criminología, la liberación de la mujer. Todo apunta, en fin, a un enfrentamiento entre tecnología y modernidad contra atavismo y fuerza bruta. Este enfrentamiento se da de manera tan tangible y a tantos niveles que no es de extrañar que Drácula se haya convertido en una especie de espejo en el que reflejar todo tipo de conflictos coyunturales. Como decía antes, cuando leemos aportamos al texto, indefectiblemente, nuestro entorno, nuestra realidad, como herramienta para desentrañarlo. Así, Drácula ha sido interpretada en clave marxista en los sesenta, postfeminista en los setenta, como metáfora de la plaga en los ochenta… y lo cierto es que sirve de caja de resonancia para todo eso y más.

9. Pero este exceso de interpretaciones antropológicas, ideológicas, sexológicas o patafísicas, para las cuales, como digo, Drácula se presta muy bien gracias a esa tensión que le sirve de motor, ha dejado de lado en gran medida su estudio como obra de literatura. El consenso parece ser: Stoker, escritor por lo general mediocre, da por una vez con una buena idea, tan marcada por su inconsciente febril, por los traumas propios de su época, que crea un villano memorable fácilmente moldeable y adaptable a los traumas de cualquier otra, algo que explica en gran medida su longevidad. Y sí, todo eso es cierto en parte. Pero hay más. Aunque la novela epistolar no sea ni mucho menos un invento de Stoker, es él, siguiendo el ejemplo de La dama de blanco de Wilkie Collins, quien la lleva a su máxima expresión. Es más, la trasciende: Drácula no es tanto una novela epistolar como multidocumental. Los personajes escriben diarios, telegramas, cartas, y acumulan recortes de periódicos, informes e incluso grabaciones. Por si eso fuera poco, llegado cierto momento, se nos indica que los personajes ponen en común todos sus hallazgos, sus escritos y sus legajos, y que lo que estamos leyendo es una transcripción realizada, modificada y reordenada por ellos mismos de lo sucedido hasta entonces. Están dando su versión de los hechos y esa es la única que podremos llegar a conocer, pues Drácula ha destruido convenientemente los documentos originales, lo cual está prácticamente a un paso de la metaficción. Por otra parte, no voy a llegar tan lejos como para decir que la multiplicidad de puntos de vista narrados en primera persona sea un equivalente del monólogo interior joyceano, pero apunta en la misma dirección. Esta fragmentación y esta subjetivación narrativa, a la cual estamos hoy en día sumamente acostumbrados, es realmente novedosa y radical para su momento y resulta fundamental para que su lectura nos siga resultando hoy en día tremendamente fresca. Drácula es una novela mucho más elaborada, original y literariamente compleja de lo que se le ha querido acreditar, y como objeto de estudio sigue siendo tan fascinante hoy como entonces. En mi opinión, desde luego, no se trata ya de una novela del siglo XIX, sino una de las primeras del XX.

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jueves 2 de septiembre de 2010

David Peace: exhumando el pasado

David Peace, fotografiado en Japón por Alfie Goodrich.

Hay verdades que no son para todos los hombres, ni para todos los tiempos. Voltaire. Citado en Nineteen Eighty-Three.
Obsesivo. Enfermizo. Perturbador. Irritante. Brutal. No son adjetivos en apariencia muy positivos para describir el estilo de un escritor. Pero en el caso de David Peace, no sólo se le ajustan como un guante, sino que además acaban resultando elogiosos. Al contrario que otros autores de género negro sobre los que hemos hablado aquí anteriormente, como George PelecanosJames Ellroy, David Peace no es un escritor que pueda atreverme a recomendar a nadie cuyos gustos no conozca en profundidad. Al igual que pasa con los platos de fuerte sabor, su obra es tan susceptible de entusiasmar como de provocar alguna que otra arcada. Todo depende del paladar, y en el caso de Peace probablemente estemos hablando del steak tartar de la novela criminal contemporánea. En mi caso, sólo puedo decir que el año pasado anduve varios meses negociando la compra de los derechos de Nineteen Seventy-Four, su primera novela, con intención de convertirla en la primera referencia de nuestra colección Es Pop Narrativa, no porque me pareciera un libro con el potencial de enganchar y divertir (como A la cara, para entendernos) sino precisamente porque era lo suficientemente marginal y chocante dentro del género como para marcar una clara diferencia entre nuestra propuesta y otras más mayoritarias (que fue el papel que acabó desempeñando Acero). Lamentablemente, al final no conseguimos llevarnos el gato al agua, pero de todos modos quiero aprovechar que acabo de terminarme el último libro de Peace que aún tenía pendiente de leer y que Alba, que fue la editorial que nos ganó en la puja, publicará 1974 en castellano dentro de tres semanas, para dedicarle un par de entradas a este autor tan singular como excesivo.

Andrew Garfield como Eddie Dunford, en el apocalíptico Yorkshire de 1974.

Esto es el Norte. ¡Hacemos lo que queremos!
David Peace nació en 1967 en Ossett, una población británica situada a medio camino entre  las ciudades de Sheffield y Leeds, en lo que se conoce como el West Riding de Yorkshire (históricamente, al ser uno de los condados más grandes de toda Inglaterra, Yorkshire se separó administrativamente en tres subdivisiones denominadas Ridings, de ahí que el autor agrupara sus cuatro primeras novelas, ambientadas en la zona, bajo el título conjunto de The Red Riding Quartet). Y por encima de todas sus influencias literarias, si algo marca de una manera distintiva el trabajo de Peace es precisamente el entorno y el momento en el que creció: «Siento un odio y un amor intenso por Yorkshire. Son sentimientos que no acabo de ser capaz de resolver. Nací allí, viví aquellos eventos. Me encantaría sacármelo de una vez por todas del cuerpo, pero hasta ahora no lo he conseguido. Las cosas que voy descubriendo en mi interior en relación con aquel lugar parecen salir de un pozo sin fondo. Mi agente se preocupa, porque no le parece saludable. Pero no podría escribir sobre ninguna otra cosa con la misma sinceridad y compasión».
Dos sucesos en concreto encuadran los años formativos de Peace y el grueso de su obra; por una parte, los crímenes de Peter Sutcliffe, el destripador de Yorkshire, que mantuvo en vilo a toda la comunidad entre 1975 y 1981, cuando finalmente fue arrestado tras haber asesinado a, como poco, 13 mujeres. Por otra, la célebre huelga de los mineros, acontecida entre 1984 y 1985, cuyas repercusiones se hicieron sentir particularmente en la zona. Estos acontecimientos son los pilares sobre los que se alzan varias de las novelas del autor, conformando una especie de historia oculta o alternativa de toda una década; exhumando desagradables verdades, tanto genuinas como metafóricas, que por lo general preferiríamos obviar. «Los crímenes reales», indica Peace, «te permiten escribir sobre un lugar y un momento concreto a todos los niveles: social, político, económico e incluso sexual».

Tres de las víctimas del Destripador de Yorkshire. En el centro, Jayne MacDonald.

La obsesión viene de lejos. Ya en 1988, estando matriculado en la Universidad Politécnica de Manchester, intentó aproximarse por primera vez a la figura de Sutcliffe. Pero «Manchester en aquella época era un lugar muy desagradable para vivir. Estaba solo y desempleado, y documentarme sobre el Destripador de Yorkshire me resultó absolutamente deprimente». En paro, endeudado y harto de sus circunstancias («Me creía el William Burroughs de Manchester, pero en realidad sólo escribía basura pretenciosa»), Peace emigró a Estambul para enseñar inglés, ya que fue el único lugar en el que no le exigieron ningún tipo de cualificación. «Trabajaba a todas horas y aun así fui incapaz de pagar todas mis deudas. Fueron los dos únicos años de mi vida, desde que tenía ocho, en los que no escribí absolutamente nada, así que cuando un compañero de piso me pasó un contacto en Tokio, me mudé allí». En 1994, ya en Japón, encontró una librería de segunda mano que vendía libros de género negro en inglés. Fue allí donde descubrió la obra de James Ellroy. «Su novela Jazz Blanco fue mis Sex Pistols. Reinventaba el género de tal manera que me di cuenta de que si quieres escribir el mejor libro de temática criminal, has de ser capaz de escribir mejor que Ellroy». Otros autores importantes para su evolución estilística fueron los británicos Ted Lewis [autor de Get Carter] y Derek Raymond [Réquiem por Dora Suárez]. «Raymond combinaba la literatura experimental con la novela detectivesca, igual que Ted Lewis combinaba las novelas de detectives con los «relatos de clase obrera» de Braine, Barstow y otros. De modo que aunque no se me ocurriría ponerme a su nivel, me gustaría que mis mejores trabajos se vean al menos como un intento por seguir la tradición de Lewis y Raymond. Quise que mi escritura se moviera en ese punto de encuentro entre la tradición de la novela criminal norteamericana y la ficción cruda y obrera del norte de Inglaterra».
Inspirado por el Cuarteto de Los Ángeles de Ellroy, Peace escribió la primera de las novelas del Red Riding Quartet en Tokio, por las noches, en una libreta. A pesar de que no tenía ninguna esperanza de verla impresa, su padre le convenció para que enviara el manuscrito a varias editoriales. Finalmente, fue aceptada y publicada en 1999 por la británica Serpent’s Tail.

Hay varias ediciones del Red Riding Quartet, pero mi favorita sin duda es la de Vintage Crime,
gracias a las impresionantes portadas de Gregg Kulick. Pincha para ampliar.

Mil novecientos setenta y cuatro
«Escribí Nineteen Seventy-Four en un cuaderno para mí mismo», asegura Peace. «Más adelante, cuando me persuadieron para que lo mecanografiara y lo enviara y resultó aceptado, ya había comenzado Nineteen Seventy-Seven, una vez más, sólo para mí. Pero la publicación y el éxito de Nineteen Seventy-Four cambió las cosas en cierto modo, ya que hay una diferencia entre escribir puramente para ti y escribir para ser publicado, particularmente si se trata de una serie de cuatro libros». Curiosamente, a pesar de esta afirmación, 1974 resulta uno de los libros más accesibles (que no fáciles) del autor, y posiblemente la mejor puerta de entrada a su mundo junto a The Damned Utd. Para empezar, es relativamente autoconclusivo; aunque quedan algunos cabos sueltos que luego irán reapareciendo en las restantes novelas del cuarteto, la trama principal alcanza cierta resolución, cosa que desde luego no se puede decir de Nineteen Seventy-Seven, en la que la investigación de dos personajes distintos se corta abruptamente para continuar en Nineteen Eighty desde otro punto de vista y en boca de un tercer narrador. Nineteen Eighty-Three, por su parte, vuelve a abordar los misterios descritos en las tres primeras novelas desde una nueva perspectiva para revelar las incógnitas pendientes. Es decir, que aunque 1974 se puede leer como una obra aparte, el resto de los libros del cuarteto son completamente interdependientes.
Por otra parte, 1974 hace gala de una de sus tramas más lineales, que narra los intentos de un joven periodista de sucesos, Eddie Dunford, por resolver el asesinato de una niña de diez años, el cual, está convencido, es obra de un asesino en serie que ya ha matado con anterioridad, como poco en otras dos ocasiones. En cualquier caso, todas las obsesiones temáticas del autor (corrupción policial, violencia institucionalizada, podredumbre moral, sexo malsano) están ya presentes en esta primera novela, al igual que varios de sus tics estilísticos más característicos: la repetición constante de frases, rimas y pasajes completos que acaban creando una atmósfera obsesiva y asfixiante; el modo de presentar la información mediante ritmos concéntricos y en stacatto que acercan su prosa a la poesía beat y al post-punk; la belleza mundana de los diálogos y el esfuerzo por reproducir el habla popular; y un uso del monólogo interior tan cercano al verdadero flujo de conciencia que le ha valido no pocas comparaciones con Joyce; todo lo cual se verá potenciado hasta el paroxismo en sus siguientes trabajos.

Sean Bean como John Dawson en la excelente adaptación televisiva de 1974.

De todos modos, se trata del libro «con el que menos cómodo me siento», afirma el autor. «En 1974 hay cierto regodeo en la negrura de la violencia. Por eso ahora me provoca sentimientos ambivalentes. Echando la vista atrás, resulta evidente que se trata del trabajo de un hombre bastante solitario y perturbado», ríe. «Desde entonces he aprendido que no tengo por qué inventarme nada. Hemos creado una sociedad en la que ya hay tantos horrores que inventarse un asesino que cose alas de cisne a las espaldas de niñas pequeñas es redundante. Cuando escribes mucho sobre crimen, particularmente si te centras en casos reales como hago yo, tendrías que ser un lisiado emocional para no empezar a pensar en el sufrimiento y el dolor que provoca. No me siento particularmente orgulloso de la novela porque contiene muchas de las cosas que han acabado disgustándome del género negro. Un crimen es algo brutal, angustioso y devastador para todos los implicados, y la ficción criminal debería de ser tan brutal, angustiosa y devastadora como lo es la violencia de la realidad que pretende documentar. Quedarse en menos higieniza el crimen y sus efectos, en el mejor de los casos, y en el peor los trivializa. Ir más allá explota la desgracia de otras personas como simple entretenimiento. Es una línea muy, muy fina. De una manera similar, la sexualidad en mis novelas refleja el momento en el que están ambientadas. Creo con bastante vehemencia que los crímenes suceden en momentos concretos y lugares concretos a personas concretas por motivos muy, muy, muy concretos. Tanto Gordon Burn como Helen Ward Jouve ya lo han comentado antes en sus excelentes libros sobre el Destripador, pero Yorkshire en los 70 era un entorno muy hostil, particularmente para las mujeres».

Rebecca Hall, adorable como Paula Garland en 1974.

Mil novecientos setenta y siete
El Destripador de Yorkshire es, justamente, el motor que impulsa las tramas paralelas de Nineteen Seventy-Seven, narradas alternativamente por el inspector de policía Bob Fraser y el reportero Jack Whitehead (dos personajes que ya habían tenido papeles de cierta importancia en 1974). Según Peace, es su novela favorita del cuarteto; curiosamente, fue la única que la cadena británica Channel 4 decidió no adaptar cuando rodó su versión televisiva de las novelas, convirtiendo la adaptación en una trilogía, en cualquier caso nada desdeñable (si bien inevitablemente aligerada). 1977 fue precisamente el año en el que Peace empezó a ser consciente de la permeable persistencia de la figura del Destripador en la vida diaria de los residentes de Yorkshire. «Parecía como si siempre estuviera allí. Después de cada asesinato, se armaba un considerable revuelo en los medios de comunicación y aparecían los carteles en las paradas del autobús. Pero luego amainaba un poco. Hasta que volvía a atacar. En realidad empezó a asesinar en 1975, pero fue en junio de 1977 cuando el Destripador asesinó en Leeds a una chica de quince años, Jayne MacDonald, en Chapeltown; su primera víctima «inocente» [hasta entonces se había supuesto que el Destripador sólo asesinaba a prostitutas]. Yo tenía diez años y fue entonces cuando empecé a guardar recortes de periódicos relacionados con el caso. Más o menos al mismo tiempo empecé a leer obsesivamente los cuentos de Sherlock Holmes. Tenía una consulta de detectives con mi hermano en la caseta del jardín y básicamente nos dedicábamos a intentar encontrar mascotas perdidas y al Destripador de Yorkshire. Tenía la ridícula noción de que seríamos capaces de descubrir su identidad. A partir de entonces, los «Crímenes del Destripador» parecieron ir puntuando mi paso de la infancia a la adolescencia, aquel lugar, aquel momento. La propia Leeds me parecía una ciudad muy oscura y deprimente (fue donde rodaron los exteriores de La naranja mecánica). Nunca me sentí tranquilo allí, y los edificios parecían casi «encantados»: los Dark Arches, el Hotel Griffin, la Comisaría de Millgarth, los centros comerciales».

The Dark Arches, Leeds. La foto, de Michael Ashton, es reciente,
pero refleja perfectamente el ambiente de las novelas de Peace.

Esta idea de una ciudad gris, húmeda y opresiva, de arquitectura amenazante, en la que convergen todos los males terrenales (puede que incluso propicia a los sobrenaturales u ocultos), queda perfectamente reflejada en todos los libros del cuarteto y contribuye no poco a acentuar la naturaleza asfixiante de la prosa. Por lo demás, Nineteen Seventy-Seven marca un desplante más claro aún que 1974 frente a la literatura criminal mayoritaria, presentando una investigación inconclusa, de brusco y alucinatorio desenlace, en la que las pistas no aparecen puestas de relieve en ningún momento de la narración, sino que van brotando intercaladas en un constante flujo de información de tal manera que queda completamente en manos del lector interpretarlas adecuadamente o no (si, por ejemplo, alguno de los personajes miente o aporta detalles contradictorios, no hay ningún narrador omnisciente dispuesto a alertar de tales discordancias). También radicaliza el discurso, la negrura de sus personajes y la tensión del lenguaje, progresivamente más musical y poético. «Gracias a las tiendas de música de segunda mano de Tokio ahora tengo la colección de discos con la que siempre soñé», explica Peace. «Inicialmente empecé comprando toda la música que pudiera de los años sobre los que estaba escribiendo (y no sólo «la buena»), la cual me ha ayudado mucho a la hora de precisar el vocabulario y la fraseología, ya que el lenguaje cambia a toda velocidad. Pero también aprendo mucho de la música en términos de estructura, ritmo y medición, repetición y locuciones, etcétera. También me he visto progresivamente influido por la pintura. Nineteen Eighty, por ejemplo, está particularmente influida por la obra de Francis Bacon, en términos de composición y color. Considero que la buena música, al igual que la literatura y el arte en general, tiene la habilidad de ser propia de un momento y un lugar y a la vez trascenderlos. Por poner un ejemplo evidente, creo que Joy Division sólo podrían haber surgido en Manchester a finales de los setenta, y sin embargo su música afecta a gente de todas las épocas y lugares. Cuando escribo, sólo escucho música del lugar y el momento sobre el que estoy escribiendo. Supongo que la utilizo como un camino de vuelta a esos momentos y lugares. A su vez, la música y las letras se filtran en el texto».

Más portadas de Gregg Kulick para Vintage Crime. Pincha para ampliar.

Mil novecientos ochenta
Nineteen Eighty prosigue la historia de la caza y captura del Destripador de Yorkshire, llegando hasta el momento de la detención y juicio de Peter Sutcliffe. Sin embargo, no se trata exactamente de una continuación directa del libro anterior. Como ya he comentado antes, Peace abandona las dos voces narrativas de Nineteen Seventy-Seven para dar paso a una tercera, perteneciente a un personaje relativamente nuevo, mencionado únicamente de pasada en los volúmenes precedentes: el inspector Peter Hunter, de Manchester, un poli con fama de incorruptible enviado a Leeds para supervisar la labor de otros investigadores. Este curioso requiebro le permite a Peace plantear un nuevo punto de vista sobre la labor policial y sobre la trama misma, ya que Hunter no comparte todos los conocimientos de otros personajes y, de hecho, tiene que llegar a descubrir por su cuenta cosas que el lector ya ha aprendido en libros anteriores, cuestionando de paso otras que ya dábamos por hechas. Más que una estricta secuela, Nineteen Eighty es una nueva vuelta de tuerca a la historia del Destripador que revisita el pasado a la vez que sigue haciendo avanzar la historia. También es una nueva vuelta de tuerca a la sensación de podredumbre y malsana obsesión que impregnaba las anteriores entregas del cuarteto. Algo que Peace atribuye a sus muy vívidos recuerdos de la época. «Todo el mundo tenía miedo y paranoia. Antes de que lo detuvieran, todos los retratos robots del Destripador eran distintos, y en la escuela comparábamos a nuestros padres con ellos. Yo tenía diez años y vivía a ocho kilómetros del lugar en el que Jayne McDonald fue asesinada en Leeds el 26 de junio de 1977; desde aquel día hasta la captura del Destripador de Yorkshire el viernes 2 de enero de 1981, viví obsesionado con la idea de resolver el caso. Temía sinceramente que mi padre pudiera ser el Destripador, convencido de que tenía que ser «el marido de alguien, el hijo de alguien» y quizá el padre de alguien. Sentí un enorme alivio cuando se dio a conocer la existencia de la supuesta cinta grabada por el Destripador que demostraba lo contrario. Pero a partir de entonces me dominó el interminable y muy genuino temor de que mi madre pudiera ser la siguiente víctima, la siguiente foto en blanco y negro en la primera página del Sunday Mirror. Leía a Sherlock Holmes y tebeos Marvel, recortaba fotos de prostitutas muertas y escuchaba esa voz en la cinta en la parada del autobús de Dewsbury todas las noches cuando volvía a casa de la escuela, haciéndole todo tipo de promesas a Dios si me permitía capturar y detener al Destripador de Yorkshire. El día que Sutcliffe apareció en los tribunales de Dewsbury, el lunes 5 de enero de 1981, me escapé de la escuela con mi mejor amigo y nos pasamos el día zanganeando en la ciudad, mientras esperábamos su aparición de las 4 de la tarde. Recuerdo haber visto a la reportera local Marilyn Webb grabando su intervención en el aparcamiento del Ayuntamiento, bajo la lluvia y la nieve con su impermeable de color tabaco y su jersey de cuello vuelto. Recuerdo los movimientos de la multitud y haberme visto arrastrado hacia él, incapaz de resistirme».

Paddy Considine y Sean Harris como Peter Hunter y Bob Craven en 1980.

La detención de Sutcliffe coincidió con el primer año de Margaret Thatcher como primera ministra del gobierno británico, «de modo que además de la sombra del Destripador, tenías la sombra de la Dama de Hierro. Frente a un telón de fondo constante de guerra en Irlanda. Sé que las noticias nunca son buenas, pero aquel me pareció un periodo particularmente brutal de nuestra historia. Son cosas de las que no te das cuenta en el momento, pero ya sólo el lenguaje, que la gente utilizara la palabra «vaca» como apelativo cariñoso hacia una mujer, que los fans del Leeds United se enorgullecieran del hecho de que la policía hubiese sido incapaz de detener al Destripador de Yorkshire, que se vendieran abundantes camisetas con el lema [el futbolista] «Allan Clarke ataca más rápido que el Destripador». Hubo gente que envió cintas y cartas falsas, igual que en el caso de Jack el Destripador, como si quisieran ser él. Debemos preguntarnos: ¿Cómo es que no fue el Destripador de Cornualles? Fue el Destripador de Yorkshire. Sucedió en aquel momento y lugar, y no creo que fuese por azar».
Estilísticamente, Peace da un nuevo paso adelante en Nineteen Eighty, incidiendo en todas sus constantes y añadiendo una nueva pirueta: cada capítulo aparece introducido por una página entera de aparentes divagaciones sin acotar ni puntuar que acaban resultando ser las voces de todas y cada una de las víctimas del Destripador, llegadas desde ultratumba para describir sus últimos momentos en la tierra, entremezcladas con la confesión del asesino y detalles de la autopsia, en una suerte de invocación o evocación como de una médium (en el cuarteto, por cierto, interviene una). Peace juega no sólo con la forma sino también con el formato, utilizando una fuente de menor tamaño y un justificado sin sangrías de manera que el texto aparezca monolítico e inextricable. «Pensé en la presencia que habían tenido las víctimas en mi vida en aquel momento», aclara el autor. «Se veían reducidas a fotografías. Cada vez que volvía a matar, aparecían las mismas fotos en los periódicos, era como si estuvieran atrapadas en aquella única imagen. Quise retratar la incesante desolación de ese hecho, que se trata de crímenes espantosos y brutales, con cuyas consecuencias tenemos que seguir viviendo. En aquel momento estaba leyendo la Divina Comedia de Dante, y en ese viaje por el infierno hay escenas que en mi opinión parecían encajar con aquello a lo que tuvieron que enfrentarse las familias y los periodistas y los agentes de policía. De modo que también incluí frases extraídas del Infierno».

David Morrissey es el Inspector Jefe Maurice Jobson en la adaptación televisiva de 1983.

Mil novecientos ochenta y tres
A pesar de que estructuralmente esta última entrega es la más compleja de todo el cuarteto, es posible que argumentalmente sea la más sencilla, ya que aunque llega a alternar tres voces narrativas pertenecientes a tres personajes distintos (cada una en un tiempo verbal distinto), y a pesar de que va entremezclando el presente con escenas que se remontan hasta 1969, la novela parece pensada específicamente para ir llenando agujeros y revelando gran parte de las incógnitas planteadas en los anteriores volúmenes. En este sentido, quizá sea la más agradecida de las cuatro, puesto que es la que más soluciones aporta al lector. En cualquier caso, el resultado sigue siendo puro David Peace, lo cual implica que dichas soluciones no van a resultar necesariamente evidentes. Leer el Red Riding Quartet es, en parte, como realizar la investigación uno mismo; las pistas están ahí, pero establecer las conexiones queda en todo momento en manos del lector. Estamos hablando de una obra que, en conjunto, abarca tres lustros, varias decenas de personajes principales, una docena de escenarios relevantes y tres líneas básicas de investigación a las que se les van asociando múltiples crímenes relacionados. No exagero si digo que a partir de Nineteen Eighty empecé a llevar un cuadernito en el que iba apuntando dónde estaba, qué hacía y quién era cada uno de los personajes en todos los momentos relevantes para la trama. Acabé deseando haber hecho lo mismo desde el principio, ya que tan pronto como empecé a tener controlados todos los hilos argumentales y a saber con seguridad quién había sido el responsable de cada cosa, las piezas comenzaron a encajar.

David Peace, fotografiado por Naoya Samuki..

Con esto no quiero decir que haya que sacarse un máster para leer los libros de Peace, los cuales tienen muchos más elementos de disfrute y enganche al margen de la tortuosa trama. La deslumbrante y asfixiante recreación del Yorkshire de los setenta, por ejemplo, algo que el autor atribuye en parte a la distancia: «Vivir en Tokio fue decididamente una ayuda a la hora de escribir estos libros; la distancia me permitió reconstruir los lugares y el momento sin las interrupciones o las distracciones del presente». También, la curiosa y personalísima mezcla entre drama criminal, naturalismo y novela social. Y para aquellos que se lancen a leerlas en inglés, la pura exuberancia del lenguaje, la musicalidad del texto, la insidiosa y serpenteante estructura de sus párrafos. En cualquier caso, como decía al principio, me descubro reticente a recomendar a la ligera las novelas de Peace, ya que soy plenamente consciente de que todos esos elementos que a mí me han apasionado y convertido en devoto de su obra pueden repeler con la misma facilidad a otros lectores, por muy aficionados al género que sean. Un género, dicho sea de paso, en cual el propio Peace incluye su obra con no poco orgullo, si bien dejando claro en todo momento su desmarque respecto al grueso del tipo de libros que se producen hoy en día: «Con la cantidad de horas que tengo que dedicar a documentarme para mi trabajo, apenas me queda tiempo para la ficción contemporánea, ya sea criminal o de cualquier otro género», dice. «Y para ser sincero, se publica demasiada basura. No me apetece leer libros sobre asesinos en serie imaginarios o ingeniosos camellos o veteranos de Vietnam o policías televisivos. Quiero leer ficción basada en hechos reales que utilice la ficción para iluminar la verdad. No quiero misterio y suspense, porque eso ya lo encuentro mire donde mire. Quiero verdad y respuestas, no «el psicópata más retorcido desde Hannibal el Caníbal». Por esos motivos, sigo disfrutando mucho leyendo a Ellroy y Mosley, Pelecanos y Lehane, y más cerca de casa, a Ian Rankin y Jake Arnott. Admiro particularmente la obra de Jack O’Connell y Jim Sallis. Me gusta su trabajo por el mismo motivo por el que me importan tanto Delillo y Ellroy, porque se arriesgan con la estructura y el estilo, y siguen forzando las posibilidades y el potencial del género, porque escriben libros, no desesperadas propuestas para franquicias televisivas o cinematográficas. Al margen del género negro y por los mismos motivos, leo a J. G. Ballard, Peter Ackroyd, Iain Sinclair y Gordon Burn. Ya que estamos, también hay un joven autor japonés llamado Seishu Hase, y es una verdadera pena que sus novelas de Tokio Noir no estén disponibles en inglés. Supongo que en realidad no tengo demasiada imaginación, y ya hay suficientes cosas en el mundo real que sencillamente no entiendo. Algunas de ellas están relacionadas con el crimen a cualquier escala, y en ese caso no le veo el sentido a inventarme algo. La novela me parece una forma perfecta de examinar lo que sucede en la vida real, todo aquello que ha afectado profundamente a la gente corriente y que reflejó el momento en el que vivían».

Continúa en la segunda parte

Las declaraciones de David Peace están extraídas y condensadas de las siguientes entrevistas: Nick Hasted en The Guardian, 2001; Peter Wilde en Bookmunch, 2004; Steve Finbow en Stop Smiling Magazine, 2006; Peter Watts en Time Out, 2006; Nicholas Wroe en The Guardian, 2008; Damian Whitworth en The Sunday Times, 2009; Entrevistador anónimo en  Socialist Worker, 2009; Tim Adams en The Guardian, 2009.

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domingo 30 de mayo de 2010

Capturando una portada

Creo que de todas las portadas que hemos hecho hasta ahora en Es Pop, la de Capturado ha resultado ser la más complicada. Al contrario que en anteriores ocasiones, no contábamos con un concepto demasiado concreto para la imagen principal, sino que ésta surgió en el transcurso de una serie de correos que fui intercambiando con Kano, el ilustrador de la misma, al cual quiero agradecer antes que nada el entusiasmo y la entrega con los que afrontó todo el proceso. Kano es dibujante de cómics y ha trabajado para las dos principales editoriales norteamericanas del medio, Marvel y DC, en colecciones como Superman: Action Comics, H-E-R-O, Gotham Central y Marvel Zombies, aunque quizá al gran público le suene más su labor en campañas publicitarias para empresas como Movistar, Mitsubishi o el Masters de tenis de Madrid (podéis ver imágenes de todas ellas aquí). Kano, en cualquier caso, es un tipo muy versátil que se maneja en varios estilos distintos, y a mí lo que más me había llamado la atención en este caso había sido una serie de dibujos que realizó para ilustrar Frío, un proyecto de guión de nuestro común amigo David Muñoz.

Izquierda: la portada original. Derecha: ilustración de Kano para Frío. Pincha para ampliar.


El estilo y la atmósfera de esta imagen que podéis ver aquí arriba me parecieron idóneos para la prosa tersa y directa de Neil Cross y, de hecho, con apenas un par de modificaciones, habría resultado casi perfecta para la cubierta de su anterior novela, Buried, de la cual ya hablaremos en el futuro. Volviendo a Capturado, he aquí un par de extractos del primer correo que le envié a Kano, obviando algunos spoilers:

«Para la imagen de portada se me han ocurrido varias opciones, a ver cuál te parece más interesante. Una deriva directamente de la ilustración que hiciste para el guión de David. Sería mostrar una carretera comarcal típicamente inglesa, rodeada de árboles, con una VW Combi naranja aparcada en la cuneta y un tipo metiendo a otro tío inconsciente y golpeado por la puerta lateral de la furgoneta. Lo ideal sería que no se les viera apenas las caras. De hecho, ni siquiera debería verse muy a las claras que es un tío arrastrando a otro hasta que uno se fija un poco. Quiero decir, que a lo mejor el raptado podría estar asomando de la puerta de la furgoneta, pero en un ángulo que no sea normal, por ejemplo tirado de espaldas en la calle, con las piernas desapareciendo en el interior, no sé. Te pego una imagen de referencia de la VW Combi».

«Hay una escena en el libro en que la furgoneta queda abandonada justo al borde de una playa. Es una imagen que me mola, pero al margen de dibujarla con las puertas abiertas… no se me ocurre otro modo de transmitir una sensación un poco de inquietud o de ausencia, algo que enlace con los otros temas del libro. Pero ahí te dejo la idea por si se te ocurre algo por ese lado. Lo más importante aquí sería, al igual que con lo de la VW aparcada a un lado de la carretera, conseguir transmitir una sensación de inquietud a partir de una imagen en apariencia banal. El otro concepto más o menos claro que tengo para la imagen de portada iría por otro camino completamente distinto. Sería una imagen de un cuarto vacío, con una ventana en medio como única fuente de luz, y frente a la ventana, con la luz de ésta reflejada en el suelo, una silla con un tipo atado (inmovilizado con bridas a los brazos y las patas de la silla). Una vez más, lo mejor es que el tipo esté medio en sombras, que se sugiera el encierro más que otra cosa. La imagen me vino pensando en los viejos tebeos de Spirit y su casa en el cementerio con la gran ventana por detrás. Evidentemente, en este caso la ventana no sería tan espectacular, sino algo mucho más normalito. Te pego un garabato para que te hagas una idea más concreta de a lo que me refiero».

«Estoy pensando ahora mismo, de hecho, que cuanto más sugerido quede el tema mejor va a funcionar, probablemente, como portada. Quizá lo más efectivo sería centrarnos en la silla, incluso vacía, pero insinuando que ahí ha habido alguien atado. Podría estar manchada, con los restos de las bridas todavía colgando, un cubo con heces volcado al lado… el estado en el que quedaría la habitación una vez desaparecido el «capturado» del título, vamos. También hay otra escena en el libro en la que dos personajes se pelean a la orilla de un torrente y quedan pringados de barro de arriba abajo. Ilustrar eso probablemente iba a quedar demasiado literal, pero la escena hizo que me acordara de esta foto, que me parece muy sugerente y malrollera».

A la izquierda, «Massimo Speech», fotografía de Davide Faggiano. A la derecha,
ilustración de Tobias Kwan. Pincha para ampliar.


«Otra referencia podría ser esta ilustración de Tobias Kwan que he visto hace un rato en tumblr (una feliz coincidencia, desde luego). Evidentemente, no es aplicable a Capturado. Pero ¿y si en vez del payaso tuviéramos a nuestro protagonista cubierto de barro, hojas secas y demás detritus vegetales, y en vez de una pìstola llevara en la mano el pie de cabra, como si estuviera golpeando algo o a alguien que queda fuera de la portada y al que nosotros no vemos? ¡Ahí lo dejo! Mientras, para la contraportada también tengo dos imágenes, estas sí mucho más concretas. Una, la que más me atrae, es un banco de herramientas. Bueno, en realidad no un banco, sino una tabla en vertical de la que cuelgan diversas herramientas amenazadoras: un pie de cabra o alzaprima, una almádena, unas tijeras de podar, un martillo de carpintero de esos con cuña para arrancar clavos… Toda la contra de arriba abajo podría ser el corcho o la plancha que va colgada en la pared y en la parte inferior podría verse apenas un par de centímetros de lo que es ya el banco en sí, y sobre el banco un rollo de cinta de embalar y (¡agh!) un diente arrancado. Lo que te decía de combinar la imagen costumbrista con el mal rollo. La otra idea, que podría encajar además bastante bien con la imagen de la furgoneta abandonada en la playa si finalmente nos decidiéramos por esa opción, es la de un pier ardiendo. La novela relata un incendio real en el Grand Pier de Weston-super-Mare, en Inglaterra, y la imagen de esa pasarela internándose en el mar, y un pequeño incendio al fondo, me parece bastante cautivadora, sobre todo si la ilustración sólo ocupa el tercio inferior de la contra y el resto queda ocupado por el aire, como hizo Henry Sene Yee en su portada para Columbine (la VW en la playa podría seguir el mismo esquema). El Grand Pier de Weston era éste».

Y hasta aquí llegaba el exhaustivo primer pitch, que he resumido en parte para no aburrir hasta a las ovejas, acompañado de una galerada de la novela para que Kano pudiera leerla y aportar cualquier otra idea que le sugiriera el texto. A continuación os pego varios fragmentos de sus respuestas, acompañados de los primeros bocetos que me fue enviando.

Primeros bocetos y primera visualización de la «pelea en el río». Pincha para ampliar.


Kano: «Todas me parecen sugerentes. Voy pensando en voz alta… La primera es la más clara, igual demasiado peliculera. La furgo mola en todas. En la playa, descontextualizada, inquieta, quizás sea una imagen más abstracta. Que termine resultando perturbadora ya es más difícil de resolver, al menos para mí, que me manejo mejor con lo obvio que con ese tipo de fría sutilidad. La de la ventana mucho mejor con la silla vacía. Me hace gracia, porque es la típica imagen de terapia gestalt, ésta igual da más idea de tortura, más mal rollo que inquietud. Lo del barro me parece guapísimo visualmente. A mí siempre me tiran más las figuras que los objetos. Un plano cerrado, un poco más que el de la foto. No sé si sería mucha licencia ponerlo ahí atado con las cuerdas, que junto al barro ya no daría exactamente la idea de estar secuestrado, quedaría una composición un poco más extraña, porque ¿qué hace un tipo embadurnado en barro y atado a la vez? Y es verdad que gráficamente el barro queda muy marciano y malrollero. Como de mutante de Burns. Ese mismo tono verdoso de la foto es buenísimo. Está la peliculera, la abstracta, la de tortura y el tratamiento exfoliante. Voy meditándolas, a ver qué visualizo».

Dos versiones de la VW Combi. Pincha para ampliar.

Kano: «Las contras molan todas también. La primera, claro, más obvia, la pasarela entrando en el mar da juego, queda mas poético. ¿Descartas usar una de las ideas de portada en la contra? Como la silla con las cuerdas, sin fondo, y la ventana arriba o simplemente la furgoneta con las puertas abiertas, también sin fondo. La furgoneta me pone, ja, ja, ja. En todo caso en la contra podría quedar más guapo poner lo que sea sin fondo; incluso las herramientas colgadas sin corcho ni nada, y el diente puesto abajo también, todo directamente sobre el color de la contra. No sé si la quieres relacionar de alguna manera con la imagen de portada».

La silla vista como elemento de portada o de contraportada.


Una vez recibidos los bocetos de Kano, me puse a hacer pruebas combinando las opciones que más me gustaban con diferentes tratamientos tipográficos (algunas pruebas aparecen pegadas directamente sobre la portada de A la cara porque para entonces ya sabía que Capturado iba a tener el mismo número de páginas y por lo tanto el mismo grosor de lomo). Veamos un par:

Debo reconocer que durante varios días estuve bastante tentado de tirar para adelante con la imagen de la VW Combi, principalmente porque me preocupaba que las otras pudieran resultar demasiado macarras y poco comerciales, que pudieran ahuyentar a un determinado tipo de lectores que de otro modo podrían haberse interesado por un thriller psicológico como este. Pero de haberlo hecho así, creo que en última instancia nos habríamos acabado arrepintiendo, porque si por algo creamos esta colección fue precisamente para disfrutar con nuestro trabajo y para poder permitirnos tomar decisiones que en una editorial «de verdad» quizá no tendrían lugar. Y en este caso, al margen de disquisiciones empresariales, la imagen que más «nos ponía» a todos, tanto a mis socios de Valdemar, como a Kano, como a mí, era la del personaje embarrado enarbolando el pie de cabra. Así pues…

Pincha para ampliar.


Mientras hacíamos varias pruebas con distintos colores y texturas de fondo para la imagen de portada, Kano me envió como alternativa un nuevo reencuadre del dibujo que potenciaba la incertidumbre y el mal rollo, así como el anonimato del personaje:

Una vez decidido el color y el encuadre definitivos, ya sólo quedaba elegir qué elementos iban a ir definitivamente en la contraportada y en la solapa. Había dos opciones bien claras, cada una con sus propias ventajas. La silla, por una parte, ofrecía la posibilidad de colocar el texto de la contra de un modo más original y llamativo, siguiendo en diagonal el contorno de la sombra. También me gustaba mucho la idea de extender la imagen sobre el lomo del libro de tal modo que la sombra lo dividiera en dos, dejando el título y el nombre del autor en la parte morada y el logo y el nombre de la editorial en la parte negra.

Por otra parte, también me atraía la idea de contrastar la imagen cerrada y opresiva de la portada con el plano abierto y aparentemente apacible de la VW Combi en mitad de la playa. Además, nos permitía darle más coherencia cromática al conjunto, reservando las tonalidades más oscuras para las solapas. Para intensificar el efecto, posteriormente le pedí a Kano que cambiara el cielo azul de la playa por un tono verdoso similar al de la portada.

Una vez hecho esto, ya sólo quedaba decidir el tratamiento tipográfico. Para no aburriros con las decenas de pruebas que fui acumulando, aquí sólo pondré dos ejemplos de versiones casi definitivas que cerca estuvieron de convertirse en la portada real. Resulta curioso que después de probar con todo tipo de colores tanto para el título como para el nombre del autor, acabara volviendo a los que llevaba utilizando desde el primer día, a pesar de que en su momento los había puesto completamente al azar, sin meditarlo demasiado.

Pincha para ampliar.


Todavía me sigue gustando mucho la versión de la derecha, con el título en verde. Me parece una opción quizá algo más elegante que la definitiva, pero es innegable que el amarillo resulta mucho más llamativo y potente, así que en última instancia nos decantamos por él. La prueba de la izquierda, con un bloque de un solo color en el lomo, también habría quedado bien, aunque a lo mejor habría resultado excesivamente «clásica», rompiendo la tendencia de las dos cubiertas anteriores de tener un pequeño elemento gráfico no demasiado definido en el lomo que pueda despertar cierta curiosidad o incluso impulsar a un hipotético comprador a sacar el libro de la estantería para ver «qué más hay». Aquí abajo tenéis, finalmente, la versión definitiva (la imagen se amplía al pinchar). Este ha sido sin duda el Cómo se hizo más largo que ha aparecido en el blog hasta ahora y ciertamente espero no haber abusado de vuestra paciencia, pero creo que merecía la pena entrar con cierto detalle en todo el proceso. Espero al menos haber conseguido transmitir en alguna medida lo emocionante que resultó para mí ir descubriendo poco a poco la portada en las sucesivas imágenes que iba creando Kano. Para alguien que, como yo, se pasa tanto tiempo trabajando solo, entrar aunque sólo sea durante un par de semanas en un proceso de colaboración tan intenso como este siempre resulta altamente estimulante.

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lunes 1 de marzo de 2010

Un hombre llamado Parker

El Parker de Darwyn Cooke.

Los periódicos lo llaman el sindicato. Los matones y las putas lo llaman la compañía. Usted dice «La organización». Por mí como si se quieren llamar la Cruz Roja. Me van a devolver lo que es mío tanto si quieren como si no.
El cazador, de Richard Stark

El pasado viernes salió a la venta la adaptación al cómic de la novela The Hunter firmada por Darwyn Cooke, que he traducido para Astiberri. Escrita en 1962 por Donald Westlake bajo el seudónimo de Richard Stark, The Hunter fue una novela poco menos que seminal para la narrativa criminal; no en vano presentaba en sociedad a «un hijo de perra llamado Parker», un ladrón profesional de actitud implacable, caracterizado por una frialdad rayana en la psicopatía, que destacaba por su virulencia en un género ya de por sí superpoblado de personajes sañudos y asociales.

Los expeditivos métodos de Parker.

Según contaba el mismo Westlake, «En aquella época, a primeros de los 60, la industria daba por sentado que las mujeres compraban libros en tapa dura y que los hombres compraban novelas en rústica. Yo ya tenía un editor de tapa dura, Random House, que me estaba publicando un libro al año. Pero quería escribir más, así que pensé: «¿Y si me invento otro nombre con el que escribir algo diferente, pensado directamente para el mercado de novelas en rústica?». Así nació The Hunter, como un libro para hombres». Y es cierto que esta primera aventura de Parker parece en principio un compendio de todos los clichés habituales en las exitosas noveluchas de quiosco de la época: un protagonista que si no es más macho es porque se le saltarían las costuras del pecho, un elenco femenino encajado en dos arquetipos (mujeres fatales y prostitutas), una trama construida en torno a un acto de feroz individualismo y un desenlace alzado sobre una pila de cadáveres. Sin embargo, The Hunter, propulsada por la prosa tersa y cortante de Westlake* y la naturaleza esencialmente implacable de su personaje, acaba palpitando con una vida, una urgencia y una intensidad ausentes en la gran mayoría de las novelas de bolsillo para hombres propias de la época. Su impacto en varias generaciones de autores sigue resonando hoy en día en todo tipo de libros y películas (e incluso tebeos) y su éxito de ventas propició el regreso de Parker en nada menos que 23 secuelas. Tal y comentaba el propio autor, «lo más sorprendente fue que desde el principio las novelas de Stark empezaron a vender más que las de Westlake. Y funcionaron en Europa mejor que las de Westlake. Y fueron compradas para el cine antes que las de Westlake. La carrera de Stark progresaba mucho mejor que la mía y debo reconocer que empecé a cogerle algo de manía al tío».

Lee Marvin, un hombre llamado Walker.

Aunque la primera aparición de Parker en el cine vino, de la manera más desconcertante posible, encarnada en la figura de Anna Karina en Made in U.S.A., una adaptación sui géneris y no autorizada de The Jugger (la sexta novela de la serie) realizada por Jean-Luc Godard en 1966, no sería hasta un año más tarde que The Hunter saltaría a la gran pantalla con todos los honores, de la mano de John Boorman y Lee Marvin, en la justamente célebre A quemarropa, una película tan revolucionaria en varios aspectos, particularmente el extraordinario montaje y el uso del color, que si no es de estudio obligado en todas las escuelas de cine desde luego debería serlo. Sin embargo, a pesar de todos sus valores fílmicos (el modo en el que están encuadrados e iluminados casi todos los planos, las localizaciones, la dirección artística, el vestidito amarillo de Angie Dickinson) y de la impresionante presencia escénica de Lee Marvin, A quemarropa no es precisamente una buena adaptación de The Hunter, lo cual, por supuesto, no quita para que sea una excelente película. Sin embargo, hoy estamos hablando de Parker. Y debo reconocer que el Parker que me gusta a mí no es el Parker de A quemarropa. Y no lo es por un motivo esencial: porque ni Boorman ni Marvin consideraban The Hunter una buena novela, aunque sí les pareciera un buen punto de partida para contar su propia historia.

Angie Dickinson y Lee Marvin en A quemarropa.

Dicha historia es, en palabras de Boorman, una metáfora anclada en una estructura de género para recrear las experiencias juveniles de Lee Marvin y su congoja tras haber ido voluntario con 17 años a la guerra para volver irremediablemente cambiado debido al contacto directo con la violencia. Desde este punto de vista, A quemarropa convierte a Parker en un personaje esencialmente bueno, noble y enamorado (o al menos eso se desprende de los flashbacks en los que le vemos conociendo a su futura mujer y compartiendo buenos momentos con su mejor amigo), transformado en un vengador implacable por un acto de violencia. Así, su trayecto es el de un personaje que empieza la película muerto (una muerte quizá metafórica, pero posiblemente muy real) y que lentamente vuelve a la vida. Nada que ver, en cualquier caso, con el propósito original de Westlake, que afirmaba que «No quise darle al personaje ningún aspecto que pudiera hacerle simpático de cara al lector. Parker no tiene ningún lado bueno, no tiene perro, no tiene la más mínima cualidad que lo redima». Sin embargo, aunque Marvin y Boorman apreciaran el concepto de Parker como personaje, no apreciaban, como ya he dicho, el uso de las convenciones del género realizado por Westlake, por lo que se embarcaron en su propio ejercicio de revisionismo.

Lee Marvin, un personaje muerto por dentro (o del todo,
dependiendo de las interpretaciones).

Según recordaba Boorman hace un par de años en el comentario en audio para la reedición en DVD de A quemarropa, Marvin le dijo: «»Haré la película contigo con una condición», y cogió el guión y lo tiró por la ventana. Cuando Mel Gibson hizo el remake de esta película, el guión que rodó se parecía mucho al que Lee había tirado por la ventana». Marvin llegó incluso a improvisar escenas en las que optó por eliminar por completo sus diálogos, como por ejemplo aquella en la que se reencuentra con su mujer por primera vez y ella intenta explicarle por qué le traicionó. La falta de respuestas por parte de Marvin invierte el sentido de lo que de otra manera sería una escena convencional y la convierte en otra cosa, que refuerza el carácter fantasmal de su personaje (más que una alucinación experimentada mientras se desangra en Alcatraz, que es otra de las interpretaciones más extendidas de la película, se diría que el Parker de Marvin es un espectro**; apenas interactúa con otros personajes, nunca mata a nadie, sino que organiza las cosas de modo que sus enemigos encuentren su castigo a manos de agentes externos, y cuando cumple su misión acaba fundiéndose entre las sombras). Todo lo cual sirve para armar una película intrigante y abierta a mil interpretaciones, más cercana al cine de Antonioni que al de, pongamos, William Wellman, capaz de coger el elemento más característico del personaje de Westlake (un hombre cuya única identidad es su misión) y a la vez traicionarlo convirtiendo a Parker en un peón de agentes externos que sentimentaliza un pasado en el que no era un hombre violento.

Mel Gibson, un hombre llamado Porter.

Lo que me lleva a Payback, la película escrita y dirigida por Brian Helgeland e interpretada por Mel Gibson, que no es ni mucho menos un remake de A quemarropa, como apuntaba Boorman, sino una segunda versión cinematográfica de The Hunter. Helgeland, sin embargo, parece sentir un aprecio mucho más genuino por el género y por la novela original. El problema es que, aunque el proyecto nació como un ejercicio de estilo moderno, pero respetuoso, a cargo de un director empeñado en firmar “Una buena película criminal, modesta, pero cruda y seca”, Payback, tal y como se estrenó en 1999, tampoco es una adaptación demasiado fiel de la novela. El estudio consideró que la primera versión realizada por Helgeland era tan amoral y daba una imagen de Gibson tan distinta a la cultivada por el actor en sus habituales vehículos de acción que se negaron a distribuirla tal y como estaba. Helgeland se declaró incapaz de cambiar el tono de la película y finalmente sería el propio Gibson el encargado de rodar nuevas escenas que humanizaran al personaje así como todo un tercer acto completamente nuevo, que se aleja por completo tanto de la primera versión de la película como del desenlace de la novela. Otro cambio notable fue la adición de una narración en off escrita por otro guionista, Terry Hayes, que intensificaba el tono burlón del film, convirtiéndolo en otra comedia de acción macarra. Muy divertida y bastante mejor que la media, todo hay que decirlo, pero alejada del espíritu seco y violento que Helgeland quería recuperar.

Mel Gibson y Deborah Kara Unger en Payback.

Afortunadamente, en 2006 salió a la venta en Estados Unidos Payback: Straight Up, un nuevo montaje que recupera la versión original de Helgeland, más breve, más al grano y mucho más fiel a Westlake desde el primer plano (para hacernos una idea del tipo de cambios pedidos por el estudio y de la diferencia tonal entre ambas versiones de la película, cuando Gibson, prácticamente en la secuencia de créditos, le roba a un mendigo paralítico sus limosnas, en la versión estrenada en cines el paralítico resulta no ser tal, es decir, es un farsante y por lo tanto el pecadillo de Mel no lo es tanto; en la versión original Gibson es un canalla que no sólo le roba a un verdadero paralítico y a cualquier otro que se le ponga por delante, sino que le da una paliza brutal a su ex mujer sin denotar la más mínima emoción y procede a liquidar a propios y extraños con una indiferencia que asusta). Aun así, la segunda mitad de la película dulcifica un poco a Parker, especialmente en todo lo relativo a su relación con Rosie, la prostituta que le proporciona acceso a la organización criminal de la que quiere vengarse, pero el resultado final sigue estando (a pesar de su mordacidad posmoderna y de ciertos elementos paródicos en cualquier caso bastante apropiados) más cerca de películas como La gran estafa, La huida, Los amigos de Eddie Coyle o cualquier otro gran clásico del género criminal de los setenta que de las «Armas letales» y «Conspiraciones» que parecían tener como referente los productores. Hace precisamente un par de meses se editaba por fin en España, en DVD y en Blu-Ray, un estuche bastante barato con las dos versiones de la película. Así que si sois fans del género y no habéis visto aún la versión de Helgeland de Payback, que es lo más probable, no dejéis de hacerlo si tenéis oportunidad. Personalmente, es mi adaptación favorita de la obra de Westlake y, de las tres películas aquí comentadas, es la que más me gusta con diferencia, precisamente porque me parece la más honesta consigo misma y con sus modelos.

Mel Gibson, un hombre llamado Porter.

Pero había comenzado este texto hablando de la nueva resurrección de El cazador, esta vez en formato cómic a cargo de Darwyn Cooke, el cual ha realizado la que probablemente sea la adaptación más cercana en espíritu y texto a la novela, ya que no sólo respeta la ambientación original sino también su estructura fragmentada e incluso párrafos completos de texto, algo que, por lo general, debo reconocer que suele molestarme en este tipo de adaptaciones, pues considero que las alejan del cómic para acercarlas al libro ilustrado (prefiero con mucho el camino tomado por autores como Sammy Harkham en el magnífico Pobre marinero o como Enrique Lorenzo en su versión de El médico a palos, en la que no aparece ni un solo texto de apoyo). En este caso, sin embargo, no sólo no me ha molestado sino que me ha producido auténtico placer. ¡Quién me iba a decir a mí hace unos años que tendría oportunidad de trabajar la prosa de Westlake! Entre todo lo que traduje, por cierto, estaba este breve texto reproducido en la solapa de la edición original de El cazador, en el que Donald Westlake explica someramente el origen de su personaje. De modo que, para acabar este repaso a la figura de Parker, ¿qué mejor que cederle nuevamente la palabra a su creador?

Izquierda: la portada de la primera edición de El cazador (1962).
Derecha: portada original de la quinta entrega de la serie (1965).

«La idea de la novela se me ocurrió de una manera completamente mundana: cruzando a pie el puente George Washington. Había estado haciéndole una visita a un amigo que vivía a unos cuarenta y cinco kilómetros al norte de Nueva York y había cogido un autobús para regresar a la ciudad. Sin embargo, me equivoqué de número y acabé en Nueva Jersey en vez de en Nueva York (que era donde estaba mi línea de metro). De modo que decidí cruzar el puente andando, sorprendido por la fuerza del viento (ya que en el resto de la ciudad apenas soplaba una brizna) y también por lo mucho que el puente, aparentemente sólido, temblaba y se balanceaba ante sus vaivenes y el matraqueo del tráfico. Había velocidad en los coches que pasaban junto a mí, vibración en el metal bajo mis pies, tensión en toda la atmósfera.
»Una vez montado en el metro, empecé a desarrollar lentamente en mi cabeza un personaje adecuado para aquel entorno, cuya velocidad, solidez y tensión rivalizaran con las del puente. Otros personajes iban y venían, pero él rápidamente adoptó un rostro, una manera avasalladora de caminar. Lo imaginé con un aspecto similar al de Jack Palance, y me pregunté: ¿por qué está cruzando el puente a pie? No es porque se haya equivocado de autobús, sino porque está furioso. Pero no se trata de una furia acalorada; es una furia fría. Porque hay ocasiones en las que las herramientas, ya sean martillos, coches, armas o teléfonos, no sirven de nada. Hay ocasiones en las que sólo el uso de todo tu cuerpo, el tacto duro y rugoso de tus manos, puede llegar a resultar satisfactorio.
»De modo que escribí un libro sobre aquel hijo de perra llamado Parker, y a medida que la historia iba avanzando no pude evitar empezar a apreciarle, por lo bien definido que estaba. Nunca tuve que pensar demasiado en qué iba a hacerle hacer a continuación. Él siempre lo sabía. Hasta cierto punto, supongo que me gustaba Parker por todo lo que no me contaba sobre sí mismo».

El Parker de Darwyn Cooke.

* Contaba Westlake que decidió adoptar el seudónimo Stark (que en inglés quiere decir austero, sucinto, duro) para «recordarme en todo momento qué era lo que debía hacer. Toda ficción empieza por el lenguaje. Primero eliges el tipo de lenguaje que vas a usar, luego la historia y por último los personajes. Y quise que el lenguaje fuera muy sobrio y crudo y que no usara adverbios. Quería que fuera stark. Y por eso elegí ese nombre. Lo de Richard fue por Richard Widmark».
** Quizá convenga recordar que en A quemarropa, Parker pasó a llamarse Walker. Al parecer el cambio vino motivado por la negativa de Westlake a incluir el nombre del personaje en el contrato de venta de los derechos fílmicos de la novela, en parte porque sabía que las películas comprometerían la integridad de la obra, pero puede que también para evitar que otros estudios rechazaran la compra de futuras entregas de la serie sólo porque el nombre pudiera estar ya registrado por otra compañía (en Payback pasó a ser Porter). El caso es que esta obligatoriedad de cambiarle el nombre al personaje y la decisión de rebautizarlo Walker (el caminante, un nombre también muy fantasmal) contribuyó a darle más peso metafórico aún a la película.

Para seguir explorando
·  Cronología de la serie, galería de portadas, prólogos y mil cosas más en The Violent World of Parker, la web más completa sobre el personaje.
·  Entrevista con Darwyn Cooke y Ed Brubaker en The Comics Reporter.

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viernes 29 de enero de 2010

Maestros del humor macabro: Gorey


Hace unas semanas, prácticamente al mismo tiempo que la reedición de La familia Addams y otras viñetas de humor negro que os comentaba anteayer, llegaba a las tiendas Amphigorey de nuevo, cuarto y último volumen en una serie de recopilatorios dedicados a reunir la práctica totalidad de las obras escritas e ilustradas por Edward Gorey. A propósito de ese lanzamiento, he decidido recuperar aquí un artículo que escribí en 2003 para el libro El día del niño, editado por Rubén Lardín para el festival de cine de Sitges. El subtítulo y el tema del libro era «la infancia como territorio para el miedo», y yo me encargué de redactar un texto titulado El horror ilustrado, en el que hablaba muy por encima de algunos tebeos centrados en la infancia y me centraba sobre todo en la obra de Gorey y de varios autores de manga japoneses. Parte del texto reapareció posteriormente, retocado y aumentado, en el número 27 de la revista U, en un artículo titulado «Maestros del manga de horror», pero la parte dedicada a Gorey no la había vuelto a recuperar nunca. Aquí está, pues, dividida en dos partes para no abusar de vuestra paciencia.

Ilustración perteneciente a El radio roto, una colección de «cromos» de ciclismo.

Piedras en la maquinaria: el extraño caso de Edward Gorey
El caso de Edward Gorey es decididamente único. Su presencia en el mercado americano sólo puede tener cierto paralelismo con la de otro francotirador del humor macabro como era Charles Addams, el creador de la familia Addams, con sus chistes sobre suicidas, asesinatos y monstruos para la revista The New Yorker. Sin embargo, mientras Addams tendía —consciente o inconscientemente— a limar las aristas de su obra mediante un estilo de cartoon decididamente cálido y la utilización de referentes cercanos plenamente asumidos por el acervo popular (vampiros, yetis, monstruos de Frankenstein, gangsters, maridos hartos de aguantar a la suegra, marcianos, etc.), Gorey se regodeaba en una absoluta ausencia de concesiones, desarrollando un grafismo decididamente complejo y sofisticado, en el que igual colaba referencias a Durero que citaba a Hokusai, y enfrentándose a la brutalidad sin coartadas de ningún tipo. Lógicamente, el público general va a estar siempre mucho más dispuesto a aceptar un chiste macabro protagonizado por un monstruo clásico o un gangster —iconos de ficción al fin y al cabo—, que un verso humorístico sobre las andanzas de un violador de niños. Como bien apuntaba Ernesto Martínez en el número 24 de la revista U (junio 2002), «tras la aparente ligereza y humor negro con que escribe sus versos, de alguna manera se reconocen conductas y personajes que preferimos etiquetar como ficción, aunque no estemos del todo convencidos […] En más de una ocasión el autor declaró su afición por los sucesos periodísticos de tipo criminal*, y en muchos momentos ésa es la sensación: la de informarse de un acto atroz, de manera asépticamente descriptiva, sin que se alcance a comprender las causas reales del crimen, y eso asusta». Edward Gorey era, pues, no sólo un artista al que no le preocupaba parecer accesible sino también un escritor como mínimo incómodo. De no haber sido por un cúmulo de afortunadas circunstancias y de su inquebrantable voluntad, perfectamente podría haber acabado condenado al ostracismo como un Henry Darger cualquiera.

Edward Gorey. Foto: Michael Romanos.

Edward St. John Gorey había nacido en Chicago el 25 de febrero de 1925. Afirmaba haber aprendido a leer a la edad de 3 años y medio («nadie sabe cómo») y a los cinco años ya había leído dos libros decisivos para su formación: Drácula y Alicia en el país de las maravillas. A los ocho había terminado las obras completas de Víctor Hugo y muy pronto se convirtió también en un apasionado de Agatha Christie, sobre cuyas obras podía disertar interminablemente.
Gorey estudió en un instituto privado de Chicago, el Francis W. Parker High, donde pronto empezó a labrarse una temprana reputación como excéntrico debido a su afición a confeccionar muñecas de trapo que luego abandonaba en el interior del primer coche aparcado que le saliera al paso acompañadas de notas crípticas e intrigantes, y a hazañas como la de recorrer descalzo la Avenida Michigan con las uñas de los pies pintadas de verde. Su única educación artística formal la recibió en 1942, al participar en un curso de un semestre en el Art Institute de Chicago. Sin embargo, en 1943 tuvo que interrumpir sus estudios al ser llamado a filas. Una vez licenciado, se matriculó en Harvard para estudiar Filología Francesa y convertirse en uno de los miembros fundadores, junto a John Asbery, Frank O’Hara, V. R. Lang, Alison Lurie, William Matchett, Thornton Wilder y William Carlos Williams, del colectivo teatral Poet’s Theatre, para el que empezó a desarrollar, por una parte, sus habilidades como diseñador, cartelista y director escénico, y por otra, su gusto por el absurdo y las referencias culturales cuanto más oscuras mejor: «Todos estábamos muy interesados en ser avant garde. John Asberry y Frank O’Hara eran especialmente buenos a la hora de descubrir a gente de la que nadie más volvería a oír en años. [Aún hoy me siento] irracionalmente interesado por el surrealismo y el Dadá». El teatro seguiría siendo una de sus principales pasiones durante el resto de su vida, y llegaría a participar de un modo u otro en más de una treintena de obras, en capacidad de escritor, director o diseñador.

Dos ejemplos del trabajo de Gorey como portadista para Doubleday. La de la izquierda es de 1953. La de la derecha, de 1959. Pincha para ampliar.


Cuando se graduó en 1950, aún no tenía claro qué hacer con su futuro: «Quería tener una librería, hasta que trabajé en una**. Después pensé hacerme bibliotecario, hasta que conocí a unos cuantos que estaban locos», declaró al Boston Globe en 1988. Finalmente, Gorey decidió sacarle provecho a sus dotes para el dibujo y el diseño y en 1953 se trasladó a Nueva York, donde fue contratado como director artístico de la línea de libros de tapa blanda de la editorial Doubleday, para la que trabajó los siguientes siete años diseñando portadas enormemente llamativas gracias a sus ilustraciones y sus rótulos caligrafiados. Fue a raíz de su traslado a la Gran Manzana y de su entrada en el mundillo literario que Gorey empezó a destinar las noches a trabajar en sus propios libros, aunque la reacción de los editores distó mucho de ser positiva. Esta falta de interés no sólo no desanimó a Gorey, sino que le llevó a fundar su propia editorial, Fantod Press, cuyas tiradas mínimas le permitían encargarse él mismo de la distribución, vendiendo los libros directamente a las librerías. Su primera y peculiar mini-novela, El arpa no encordada (The Unstrung Harp) apareció aquel mismo año 1953, seguida de otras como El desván del listado (The Listing Attic, 1954), El huésped incierto (The Dubtfoul Guest, 1957), La lección práctica (The Object Lesson, 1958) y El rombo fatal (The Fatal Lozenge, 1960).

Dos ilustraciones incluidas en The Haunted Looking Glass. Pincha para ampliar.


En 1959 abandonó Doubleday para dedicar los siguientes tres años a trabajar como editor y director artístico de la colección Looking Glass, perteneciente al emporio Random House, para la que editó The Haunted Looking Glass [El cristal encantado, 1959] una antología —ilustrada, por supuesto— en la que recogió sus cuentos favoritos de fantasmas y que da buena cuenta de algunas de sus más destacadas influencias literarias (Blackwood, Stoker, Jacobs, Dickens, Harvey). Además, esta misma colección le brindó la oportunidad de publicar su primer libro en color, uno de los pocos que reconoció haber realizado con el público infantil en mente y el primero en conocer una distribución masiva: El libro de los bichos (The Bug Book, 1960).

Viñeta perteneciente a El Wuggly Ump, uno de sus pocos libros puramente infantiles.

Tras diez años trabajando en la industria del libro, Gorey no podía ni mucho menos afirmar ser un autor reconocido, pero sí había conseguido cierta notoriedad como ilustrador. Viendo, pues, que cada vez le salían más encargos y que por primera vez una editorial grande, la poderosa Simon & Schuster, se interesaba por una de sus obras, decidió independizarse y compaginar su labor como ilustrador con la creación de sus libros. Así, en 1963 aparecía la que quizá sea su obra más recordada, Los pequeñines macabros (The Gashlycrumb Tinies), recogida junto a El Dios Insecto (The Insect God) y El ala oeste (The West Wing) en un sólo libro editado por Simon & Schuster: The Vinegar Works, tres volúmenes de enseñanza moral, un título más bien irónico, ya que pocas moralejas podían extraerse de ninguna de las tres obras. La primera, un alfabeto*** en el que cada letra corresponde a un niño muerto («La A es de Amy, que se cayó por las escaleras. La B es de Basil, atacado por osos…»), es quizá el ejemplo más depurado del modo en el que el autor es capaz de unir el humor con la asepsia expositiva, generando no sólo la risa sino también cierta sensación de inquietud provocada por la asunción de que los niños de Gorey mueren de un modo tan físicamente tangible y generalmente absurdo como lo harían en la vida real, algo que pocos autores de ficción se atreven a reflejar en sus obras y que Gorey es capaz de plasmar en toda su crudeza, no como un hecho excepcional sino sencillamente como algo lógico y habitual (observación que, de tan fría y certera, estremece), mediante apenas una frase. Por otra parte, es una nueva incursión en el terreno de la infancia, campo al que ya se había asomado mediante dos libros autoeditados: El bebé bestial (The Beastly Baby, 1962), la historia de un bebé tan desgradable que lleva a sus padres a intentar librarse de él por todos los medios, y La niña desdichada (The Hapless Child, 1961), una inteligentísima vuelta de tuerca al tópico de la huerfanita dickensiana capaz de helarle la sangre al más pintado con su refinada crueldad.

La huérfana protagonista de La niña desdichada es vendida a un bruto alcoholizado.

Algo debió encajar en el cerebro de Gorey al realizar estas tres obras, o sencillamente el autor se dio cuenta de que había dado con una aproximación o un punto de vista claramente personal y sumamente eficaz, ya que posteriormente volvería a utilizar repetidamente a niños como los protagonistas de sus tragicomedias. Observando en conjunto una obra tan dispar como para incluir libros protagonizados por los más variopintos personajes —el criador de leones de Los leones perdidos (The Lost Lions, 1973), la malvada señorita Squill de Las conjuraciones irrespetuosas (The Disrespectful Summons, 1973) o la baronesa demente de Las cuentas verdes (The Green Beads, 1978—, animales —el peludo fantod calzado con bambas de El invitado incierto, los siniestros bichillos de El libro sin título (The Untitled Book, 1971) o el amorfo pajarraco de El pájaro osbick (The Osbick Bird, 1970)— e incluso objetos —el calcetín de El calcetín abandonado (The Abandoned Sock, 1970) o los alfileres y botones de Una tragedia inanimada (The Inanimate Tragedy, 1966)—, lo cierto es que una de las escasas constantes temáticas de Gorey es la repetida invocación de la infancia como fuente de nostalgia, aventura o, sencillamente, muerte.

Más ejemplos de portadas de Gorey. La de la izquierda es de 1960.
La de la derecha, de 1994. Pincha para ampliar.


En El Dios Insecto, por ejemplo, una niña es raptada, aprovechando un despiste de su niñera, por un grupo de insectos gigantes que quieren sacrificarla a su Dios. Su desaparición es absurda, arbitraria y se intuye dolorosa. En El Wuggly Ump (The Wuggly Ump, 1963), tres chavales son perseguidos y finalmente devorados por una bestia mítica. En El niño pío (The Pious Infant, 1966), un pequeño santurrón muere de pulmonía tras intentar hacer una buena obra en mitad de una tormenta. En La bicicleta epiléptica (The Epipleptic Bicycle, 1969), una pareja de hermanos que suele dirimir sus diferencias a golpes de mazos de cricket sale de viaje y regresa al hogar 173 años más tarde para descubrir un obelisco erigido en su memoria. En La vuelta de la tortilla (The Tuning Fork, 1990) una niña se ve impulsada al suicidio debido a la incomprensión de sus padres; afortunadamente, hace amistad con un monstruo submarino que se encargará de poner las cosas en su sitio. En La broma estúpida (The Stupid Joke, 1990), el joven Fiedrich se niega a levantarse de la cama en todo el día; cuando finalmente cae la noche y se dispone a salir sin que nadie le vea, la cama le atrapa y le hace desaparecer.
En todo caso, si hay algún relato de este “ciclo” que despunte sobre todos los demás, ése ha de ser La pareja abominable (The Loathsome Couple, 1975), la descarnada y escalofriante historia de una pareja de parias sociales (a los que Gorey nos presenta ya en su tierna infancia) que, tras crecer para reconocer su afinidad, intentan consumar su relación asesinando niños, ya que son incapaces de consumarla sexualmente. Pocas veces se ha mostrado el autor tan frío y distante respecto a los hechos narrados. La sucesión de imágenes desnudas, acompañadas de frases entrecortadas y despojadas de todo adorno («Pasaron la mayor parte de la noche asesinando a la niña de varios modos») acaban propinando una patada en el estómago difícil de superar.


Notas
* Según su biógrafo Alexander Theroux, Gorey era un perfecto conocedor de todos los casos criminales de la historia: el Estrangulador de Boston, el Destripador de Yorkshire, la Dalia Negra, el caso Profumo… Añade también que el autor solía presumir de haber visto todas las películas de slashers jamás realizadas. Esta predilección por lo macabro y lo criminal fue desde un primer momento una de las características que más dieron que hablar sobre la obra de Gorey. En todo caso, cuando en las entrevistas le preguntaban por qué tantas de sus historias giraban en torno al asesinato y la violencia, Gorey solía justificarse respondiendo: «Bien, no lo sé. Supongo que estoy interesado en la vida real. El crimen nos cuenta con detalle el modo en el que realmente viven las personas». The Strange Case of Edward Gorey, Alexander Theroux, Fantagraphics Books, 2000.
** Efectivamente, Gorey trabajó en una librería los tres años que pasó viviendo en Boston (1950-1953), tiempo que también aprovechó para escribir centenares de versos, algunos de los cuales acabarían incorporándose a su segundo libro, El desván del listado (The Listing Attic, 1954).
*** Una forma de estructurar particularmente querida por Gorey, que ya había utilizado en El rombo fatal y que volvería a repetir en El zoo total (The Utter Zoo, 1967), Los obeliscos chinos (The Chinese Obelisks, 1970), La gloriosa hemorragia nasal (The Glorious Nosebleed, 1975) y El abecedario ecléctico (The Eclectic Abecedarium, 1985).

Continúa en la segunda parte.

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viernes 2 de octubre de 2009

Las portadas de Más Libros

Izquierda, Javier Olivares. Derecha, Luis Bustos. Pincha para ampliar.


Un par de vosotros me habéis escrito en privado para preguntar si aún se pueden encontrar ejemplares de la revista Más Libros, la cual mencioné por aquí hace unos días. La respuesta es que no. Más Libros era una revista gratuita que se repartía por las librerías de todo Madrid y nunca la hicimos pensando en que pudiera tener algún interés más allá del mes para el que estaba pensada, por lo que si alguna vez nos sobraba algún paquete de más, solía ir al reciclaje. La verdad es que ahora lo pienso y me da pena no haberlos guardado, porque aunque la mayor parte de los textos estuvieran dedicados a la novedad pura y dura, también había secciones como «Leíamos ayer», que firmaba Santiago García, dedicada a la recuperación de clásicos atemporales, tan legibles hoy como hace diez años, y varios de los dossieres que acabamos preparando creo que todavía aguantan una lectura.

Izquierda, Max. Derecha, Javier Olivares. Pincha para ampliar.


En cualquier caso, si por algo lo lamento, es por la cantidad de ilustraciones bonitas con las que nos ayudaron a engalanar la revista amigos como Santiago Sequeiros, José Luis Ágreda, Eduardo Alvarado o Juanjo Sáez, los cuales a buen seguro habrán ganado desde entonces cantidad de fans a los que les gustaría hacerse con alguna de ellas. Mención aparte merece el infatigable Javier Olivares, que nos ayudó cantidad desde el principio, aportando ilustraciones prácticamente a todos los números, ventilándose tres de las diez portadas y, no menos importante, hablando bien de nosotros y ayudándonos a conseguir contribuciones de amigos suyos como Max, Víctor Aparicio o Joaquín López Cruces, a los que dudo mucho que de otro modo hubiéramos podido acceder.

Izquierda, Víctor Aparicio. Derecha, Joaquín López Cruces. Pincha para ampliar.


Más Libros fue una idea (a mi parecer genial) de David Muñoz, el cual nos reclutó a su hermana Esther, a Eduardo Salazar y a mí para que formáramos parte de la redacción. Prácticamente todos teníamos, además, un seudónimo (la única vez en mi vida que he utilizado uno), para que pareciera que éramos muchos más y que aquello era una empresa grande. Luis Bustos se encargaba del diseño, de la maqueta, de la dirección artística, de ilustrar lo que hiciera falta y de no recuerdo cuántas cosas más. La verdad es que, como decía el otro día, no se me ocurre una escuela mejor para alguien como yo, que para entonces estaba ya completamente aburrido de la carrera. El ritmo frenético al que trabajábamos, reseñando del orden de veinte libros por cabeza en cada número, entrevistando a un mínimo de dos o tres autores y escribiendo una columna de crítica cada mes (eso cuando no te tocaba encargarte del dossier central, que nos íbamos rotando), me ayudó a espabilarme y a mejorar como redactor a marchas forzadas. Por otra parte, sólo con ver a Luis trabajando todos los días, aprendí prácticamente más de diseño y de manejar el Quark en un año que en los diez que han transcurrido desde entonces (además, me prestó mis dos primeros libros de Jim Thompson, Texas y El cuchillo en la mirada, algo que nunca podré agradecerle lo suficiente). Aparte del núcleo central, en cada número contábamos además con la colaboración desinteresada de cantidad de amigos que nos ayudaron a que aquello tuviera un aspecto lo más profesional posible.

Izquierda, Luis Bustos. Derecha, Javi Rodríguez. Pincha para ampliar.


Estuvimos haciendo la revista dos años, entre desarrollarla, prepararla y luego el tiempo que estuvo en la calle. En total sacamos diez números, de los cuales me ha parecido interesante recuperar como poco las portadas. Todavía hoy me siguen pareciendo todas cojonudas, cantidad de llamativas y realmente modernas para tratarse de una publicación literaria. Además, teniendo en cuenta que el formato era de 28 x 43 cm. podéis imaginaros lo que llamaban la atención en las tiendas. Dicho esto, los escaneados no son los mejores del mundo; Más Libros estaba editada en papel de periódico «guarripé», y por mucho que lo he intentado no hay Photoshop en el mundo que arregle la impresión barata con la que trabajábamos.

Izquierda, Javier Olivares. Derecha, Darío Adanti. Pincha para ampliar.


Como decía al principio, la idea era dar una imagen de novedad e inmediatez ya desde el mismo formato, todo lo contrario a la típica revista seriota, formal (por no decir rancia) y de papel satinado. Lo nuestro era la información y un punto de vista más abierto sobre el mundo de la literatura, y sinceramente creo que al final conseguimos desarrollar una publicación realmente atípica e interesante. Aún estoy convencido de que si hubiéramos podido aguantar un poco más o hubiéramos contado con un mínimo apoyo financiero de algún inversor (ya que la pagábamos nosotros de nuestro propio bolsillo) la cosa habría acabado despegando. De hecho, que yo recuerde nunca llegamos a perder dinero, ya que cada número conseguía al menos financiar la imprenta del siguiente, aunque nunca llegara a dar lo suficiente como para que ninguno de nosotros pudiera cobrar un sueldo. El problema fue que, entre tanto, además de hacer la revista, todos tuvimos que seguir echando horas en otros curros para ganar algo con lo que mantenernos, y al final, tras año y medio con la revista en la calle, el agotamiento pudo con nosotros. En cualquier caso, ahí quedó la experiencia, que por mi parte al menos se cuenta entre una de las más satisfactorias de mi vida, y aquí quedan las portadas. Al final más que una entrada veo que lo que me ha quedado es un panegírico, pero como decía Robert Crumb en aquella historieta suya en la que daba gracias por todo lo bueno que le había pasado en la vida, de vez en cuando hay que pararse a reflexionar sobre las cosas positivas que nos van sucediendo y, sí, agradecerle su apoyo y su ayuda a todas esas personas que nos vamos encontrando por el camino a las que no siempre se lo hemos reconocido tan a menudo como debiéramos. Por eso, a todos mis compañeros en Más Libros y a todos aquellos que nos ayudaron a aguantar lo que aguantamos, desde aquí, gracias. ¡Gracias!

Dos ilustraciones de Javier Olivares para el nº 6 de Mas Libros, dedicado
al terror. A la izquierda, Jekyll y Hyde. A la derecha, Drácula.

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jueves 4 de junio de 2009

George Pelecanos: Revolución en las calles

Este último fin de semana me lo pasé enfrascado en la lectura de The Way Home, la nueva novela de George Pelecanos, publicada a primeros de mayo en Estados Unidos por Little Brown, su sello habitual. Las dos semanas que estuve esperando a que llegara el paquete me las pasé bajando día tras día repetidas veces al buzón, haciendo sonar nerviosamente las llaves entre las manos presa de una irrefrenable impaciencia, incluso cuando sabía perfectamente que era físicamente imposible que el libro hubiera atravesado aún el Atlántico. Ése es el tipo de sensaciones que me suscita George Pelecanos, un autor que en apenas unos años ha pasado a convertirse en una de mis adicciones favoritas y al que considero con diferencia uno de los mejores escritores norteamericanos de su generación. De hecho, no se me ocurre ningún otro que lleve una racha con un nivel de calidad tan consistente como el que ha conseguido Pelecanos con sus últimas cinco novelas, a un increíble ritmo de prácticamente una por año, al mismo tiempo que ejercía de guionista y productor ejecutivo de la serie The Wire, para la que escribió algunos de sus capítulos más memorables.

George Pelecanos nació en Washington D.C. en 1957. Sus raíces griegas y obreras quedan perfectamente reflejadas en unas novelas que, no obstante, distan mucho de caer en el ombliguismo racial o en la idealizada melancolía del emigrante; simplemente marcan unas pautas. De comportamiento, de dignidad, de ambiente. Sus personajes pertenecen habitualmente a la clase trabajadora, viven en barrios humildes y suelen caer en dos categorías: los que encuentran su camino en el trabajo o los que lo encuentran en el crimen. Uno de los principales talentos de Pelecanos reside precisamente en no hacer distinciones entre unos y otros, aplicándoles a ambos el mismo poder de observación, descripción y comprensión de las pulsiones humanas. Otra de sus constantes, y uno de los motivos por los que sus libros te agarran de las gónadas y consiguen sumergirte en su mundo desde prácticamente la primera página, es el modo absolutamente brillante y genuino en el que sus personajes se van definiendo a través de su entorno y sus acciones. Veamos a modo de ejemplo un fragmento de la extraordinaria The Turnaround:

«Bad Dreams», penúltimo episodio de la 2ª temporada de The Wire escrito por Pelecanos.

«Había llamado al local Cafetería Pappas e Hijos. Cuando había abierto, en 1964, los chicos sólo tenían ocho y seis años, pero pensaba que uno de ellos podría querer seguir con el negocio cuando él se jubilara. Como cualquier padre que no fuera un malaka, quería que sus hijos tuvieran una vida mejor que la suya. Quería que fueran a la universidad. Pero qué demonios, uno nunca sabe cómo van a salir las cosas. Podía ser que uno de ellos estuviera capacitado para los estudios, podía ser que el otro no. O quizá los dos fueran a la universidad para luego decidir seguir con el negocio juntos. Fuese como fuese, había decidido cubrir la apuesta y les había añadido al cartel. Eso permitía que los clientes supieran qué clase de hombre era él. Decía: he aquí un tipo entregado a su familia. John Pappas piensa en el futuro de sus chicos. […] Llegaba al local a las cinco de la mañana, dos horas antes de la hora de apertura, lo que significaba levantarse todos los días a las cuatro y cuarto. Tenía que recibir al del hielo y a los repartidores y tenía que preparar el café y encargarse de otros preparativos. Podría haber pedido que le hicieran las entregas más tarde y así dormir una hora más, pero aquel momento de la jornada le gustaba más que cualquier otro. De hecho, siempre se despertaba con los ojos completamente abiertos y despejados, sin necesidad de un despertador. Bajar las escaleras con cuidado para no despertar a su esposa ni a sus hijos, conducir su Electra doscientos veinticinco por la Calle 16, con las luces puestas, la mano con un cigarrillo colgando de la ventanilla, nada de tráfico en el camino. Y luego el rato más tranquilo, a solas con la radio en la cafetería, escuchando a los afables locutores de la WWDC, hombres de su edad que tenían el mismo tipo de experiencias vitales que él, no como esos charlatanes de las emisoras de rock and roll o los mavres de la WOL o la WOOK. Beberse el primero de muchos cafés, siempre en un vaso para llevar, charlar con los repartidores que se iban sucediendo uno tras otro en un goteo constante, percibiendo cierta afinidad entre todos ellos, los que habían acabado por cogerle cariño a aquel momento entre la noche y el alba».

George Pelecanos.

No sé qué pensaréis vosotros, pero a mí me parece un pasaje perfecto para hacerme una imagen mental muy clara de quién y cómo es John Pappas y, lo más importante, convierte unas acciones más bien mundanas en algo fascinante de observar, una sensación que no hace más que incrementarse a medida que el autor va desgranando con progresivo detalle el mundo y el comportamiento de sus personajes. Un mundo que, en cualquier caso, siempre está contenido dentro de una misma ciudad: Washington. «Cuando empecé», explica el autor, «tenía la impresión de que Washington D.C. no había sido bien representada en la literatura. Y al decir esto me refiero al lado real, vivo y trabajador de la ciudad. El cliché es que Washington es una ciudad de tránsito para gente que entra y sale cada cuatro años dependiendo del nuevo gobierno. Pero la realidad es que hay gente que lleva viviendo en Washington durante generaciones y sus vidas merecen la pena ser exploradas, creo yo. Al principio no tenía ningún plan específico, pero tal y como han ido las cosas, prácticamente he cubierto el siglo en Washington y los cambios sociales que han ido aconteciendo de los años treinta en adelante».

Los primeros libros de George Pelecanos, A Firing Offense (1992), Nick’s Trip (1993), Shoe Dog (1994) y Down by the River Where the Dead Men Go (1995) entran de lleno en la tradición del genero negro o criminal. Shoedog es una novela cerrada, centrada en el arquetipo del «duro» solitario (perfectamente ejemplificado por Sterling Hayden en La jungla de asfalto y Atraco perfecto) que accede a participar en un golpe organizado por otros a pesar de que tiene la sensación de que las cosas van a acabar muy mal… como de hecho suele ser el caso. El protagonista de las otras tres es Nick Stefanos, un detective privado de mala vida e hígado castigado, especialista en desapariciones y camarero ocasional en un antro para policías, cuyo punto de vista cínico y desencantado entronca con el manifestado por los clásicos personajes de Chandler o Hammet. Sin embargo, a diferencia de estos, Nick ni siquiera es un «auténtico» profesional, siendo la desidia y la falta de rumbo fijo dos de sus principales características, que se van acentuando dramáticamente con cada nueva entrega de la serie.

La esquina de las calles 14 y U de Washington D.C. en los años cincuenta. Foto: Smithsonian.

En 1996, Pelecanos escribió la que hasta la fecha es su novela más deliberadamente clásica y posiblemente el mejor punto de entrada a su obra para los aficionados al genero negro de
toda la vida: The Big Blowdown. En ella, Joey Recevo y Pete Karras, dos amigos de uno de los barrios más pobres de Washington, regresan a casa tras haber combatido en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial para encontrarse con que el trabajo más apropiado para sus nuevos talentos adquiridos en el ejército es al servicio de un jefe criminal de su antigua barriada. Joey prospera rápidamente y no tiene el menor problema para adaptarse al nuevo orden jerárquico. Pete, sin embargo, no es tan moldeable y acaba pagando las consecuencias en forma de brutal paliza a modo de despido. Esto, sin embargo, sólo es el principio. Las circunstancias harán que Pete y Joey vuelvan a encontrarse, esta vez en bandos opuestos y atrapados en una trama que les arrastrará de manera inexorable a, tal y como anuncia el título, un explosivo y arrasador desenlace digno de un autor que profesa pública admiración por películas como Doce del patíbulo y Grupo salvaje, dos referencias ajenas al género pero perfectamente adecuadas para entender el modo de operar de Pelecanos. El puntilloso retrato de un ambiente y una época, los cincuenta, a menudo mitificada pero tratada aquí con diáfano naturalismo, junto al arrollador ritmo de su narración, le valió a nuestro autor algunas de sus mejores reseñas y el espaldarazo definitivo de crítica, público y colegas como Lethem, Gifford, Ellison, King o Leonard. Además, The Big Blowdown inauguró una serie de novelas interconectadas entre sí bautizadas posteriormente como «El Cuarteto de D.C.», en referencia al célebre Cuarteto de Los Ángeles de James Ellroy. Completan el cuarteto King Suckerman (1997), The Sweet Forever (1998) y Shame the Devil (2000).

Los protagonistas de estas tres, ambientadas en los años setenta, ochenta y noventa respectivamente, son Dimitri Karras, hijo de Pete Karras y camello de poca monta, y Marcus Clay, dueño de una tienda de discos; el primero es blanco, el segundo es negro, y aunque vienen de distintos mundos a los dos les une la misma pasión por la música y el baloncesto. En King Suckerman, la primera de sus aventuras conjuntas, Dimitiri y Marcus se ven envueltos en una trama de narcóticos que les viene grande y que les obligará a tomar una decisión que afectará al resto de sus vidas. El argumento es fácil de resumir; lo realmente importante de la novela es el modo en el que están tratados los personajes y sobre todo la sobrecarga sensorial con la que Pelecanos nos traslada a los setenta hasta el punto que casi podemos sentir el calor y los olores del verano en Washington e incluso oír a los chavales recitar diálogos sacados de la última película de blaxploitation o la música con los graves distorsionados que sale a través de las ventanillas abiertas de un Chevy Impala. Éste es el modo en el que Pelecanos nos presenta, en el primer párrafo del segundo capítulo, el entorno en el que se desenvuelve Marcus:

Ben’s Chili Bowl, uno de los escenarios de King Suckerman. Foto: Bethanne Patrick.

«Marcus Clay sacó el Hendrix de la balda, lo llevó de Soul a Rock y lo volvió a colocar en su lugar indicado, en la caja de la H, en el espacio que quedaba libre entre Heart y Humble Pie. Aquel chaval delgaducho, Rasheed —a Karras le gustaba llamarle Rasheed X—, insistía en seguir colocando los discos de Hendrix en la sección de Soul de la tienda. Rasheed, con su enorme afro, su gorra de lana roja, negra y verde y su ideología de «volvamos a África», mantenía alta la llama de la pureza racial. Clay entendía lo que el joven hermano quería transmitir, y lo respetaba, pero aquello era un negocio; el negocio de Clay, para ser más exactos. ¿Qué pasaba si un chaval blanco con los ojos enrojecidos y un parche de la bandera americana cosido del revés en el trasero de los vaqueros entraba buscando una copia de Axis: Bold as Love, no la encontraba y luego, demasiado colocado y demasiado tímido como para preguntarle a uno de los dependientes de color, volvía a salir por la puerta con las manos vacías? ¿Y todo por qué, por una especie de afirmación política? Marcus Clay no jugaba a eso. Y de todos modos, ¿Jimi? El tío merecía estar en Rock. […] En aquel momento se abrió la puerta principal, lo cual fue bueno para Rasheed ya que Clay había llegado al límite de lo que estaba dispuesto a aguantar. Era Cheek, el ayudante del encargado de la tienda de Clay. Cheek, grande como un oso, que llegaba media hora tarde y más colocado que un hippie. A pesar de sus gafas de sol ovaladas a lo Sly Stone, Clay vio por sus pasos titubeantes que el chaval iba completamente cocido».

George Pelecanos.

Algunos críticos le achacan a Pelecanos cierta tendencia al abuso de referencias, algo que imagino puede llegar a resultar molesto sobre todo para el que no las comparta, pero a mí sinceramente nunca me han parecido gratuitas sino que creo que están perfectamente legitimadas desde el momento en el que son los propios personajes los que las viven, las respaldan y las multiplican. «La cultura pop —música y películas— juega un papel destacado en nuestras vidas diarias», argumenta él. «Veréis que se va a ir filtrando en la ficción de los escritores más jóvenes con una frecuencia cada vez mayor porque es un elemento natural de la psique de nuestra generación. En cualquier caso ha de introducirse de una manera orgánica o si no no funciona». La clave de todo esto está en ese «juega un papel destacado en nuestras vidas». Las referencias a la cultura popular en manos de Pelecanos no son un simple atrezo, no son una manera perezosa de llenar la página de nombres ni de hacerse el listillo; son, muy al contrario, una manera de retratar a unos personajes que viven la cultura popular como una parte muy importante de sus vidas y que ellos mismos están convencidos de que les define y caracteriza. El propio Pelecanos, de hecho, es en este sentido muy parecido a sus personajes (como lo somos gran parte de sus lectores, intuyo), y llega hasta el extremo de atribuir a su pasión por la música una decisión tan trascendental como la de hacerse escritor: «Mis antecedentes y mi educación en la escuela pública me indicaban que nunca sería admitido en ese grupo de escritores cuyas privilegiadas vidas leía descritas en las solapas de incontables libros («Divide su tiempo entre Martha’s Vineyard y un apartamento en el Upper West Side. Ésta es su primera recopilación de cuentos»). Cuando intenté escribir mi primer libro lo hice sin haber ido nunca a clases de escritura. Joder, ni siquiera había conocido a ningún novelista. Para mí, los autores eran «otra gente». Pero grupos como Fugazi y The Mats y Hüsker Dü me enseñaron con el ejemplo que mi falta de pedigrí no significaba nada en relación a mi potencial creativo. Eran individuos que cogieron sus guitarras y se pusieron a tocar y en el proceso crearon una especie de arte volcánico y orgánico. Yo no tenía la más mínima aptitud musical, pero pensé que podría hacer algo parecido con una pluma. Como poco, aquellos grupos me aseguraron que tenía el derecho a intentarlo».

Izquierda: Portada de Richie Fahey para The Big Blowdown. Derecha: George Pelecanos.

Continúa en la segunda parte.

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miércoles 15 de abril de 2009

Mis rincones oscuros

«Esto es lo que es el cine negro para mí: un movimiento fílmico genéricamente norteamericano que va de 1945 a 1958 y que expuso un gran tema. Y ese tema es: estás bien jodido» James Ellroy

Comentaba Stephen King en la introducción a su libro de relatos El umbral de la noche que todos nacemos equipados con una especie de filtro o cedazo en el cerebro que atrapa según qué cosas y deja escapar otras, dependiendo de la persona. «Es posible que Louis L’Amour, el autor de novelas del oeste, y yo, nos detengamos a orillas de una laguna de Colorado», decía, «y que ambos concibamos una idea en el mismo instante. Es posible también que los dos sintamos la necesidad apremiante de sentamos a verterla en palabras. Quizá el tema de su relato serán los derechos de riego en época de sequía, y es más probable que el mío se ocupe de algo espantoso y desorbitado que emerge de las aguas mansas para llevarse ovejas… y caballos… y finalmente seres humanos. La «obsesión» de Louis L’Amour gira alrededor de la historia del oeste americano. Yo prefiero lo que se arrastra a la luz de las estrellas. Él escribe novelas del Oeste; yo escribo relatos de terror».
Me parece una manera bastante apropiada de describir la manera en la que tendemos hacia ciertos intereses a la vez que descartamos otros. En mi caso, y centrándonos en el consumo de cultura popular, los dos géneros que siempre me han atraído por encima de cualquier otro, aquellos que invariablemente han quedado atascados en mi cedazo, han sido el negro y el de terror. Nunca he terminado de tener muy claro por qué. A estas alturas ignoro hasta qué punto puede haber influido mi querencia por dichos géneros en mi visión del mundo y hasta qué punto ha sido mi visión del mundo la que me ha atraído hacia dichos géneros. Pero de una cosa estoy convencido: ambas cosas se solapan. Y aunque es posible que nunca llegue a tener claro qué mecanismos mentales provocaron que a los seis años me fascinara mucho más La mujer y el monstruo que La Guerra de las Galaxias o que a los diez me lo pasara pipa con Gremlins mientras me aburría soberanamente con Los Goonies, a día de hoy sí que tengo bastante claro por qué esos intereses primigenios siguen cautivándome cinco lustros más tarde.

Robert Mitchum en Retorno al Pasado. Foto: Doctor Macro.

Decía hace unos días que, para mí, toda obra de ficción tiene básicamente dos niveles: el puro relato (la trama) y el peso simbólico (voluntario o involuntario; tanto da que Godzilla fuera un símbolo premeditado o accidental del horror atómico, el caso es que lo era y tal era la función que desempeñaba para el inconsciente colectivo). En el caso del terror y del noir, no resulta difícil detectar varias corrientes metafóricas comunes a ambos géneros: desconfianza hacia la autoridad, creencia en la generalización de la corrupción y en la inevitable aparición de fuerzas ocultas que van a turbar tu existencia (quítese el monstruo de turno o el maletín atómico de El beso mortal y póngase en su lugar una enfermedad o una carta inesperada de Hacienda para entender mejor a lo que me refiero), presencia constante de una corriente turbia y malsana por debajo de una superficie de aparente «normalidad» y, en última instancia, triunfo ineludible del mal (la muerte). Un mal al cual es imposible vencer pero (y ésta es la parte más importante) contra el que no se renuncia a luchar a pesar de que la batalla esté perdida de antemano. Cualquier tipo de victoria en estos géneros suele ser tirando a pírrica: el alien siempre vuelve en una nueva secuela y el cocodrilo gigante siempre deja en las alcantarillas un huevo oculto que empezará a abrirse en el último fotograma (recordándonos que, vale, te salvaste esta vez, pero ya veremos qué pasa la próxima). De igual manera, el destino más habitual de Sterling Hayden y Robert Mitchum suele ser el de morir desangrados o empotrando el coche, pero su fatalismo y su aparente cinismo nunca es una excusa para dejar de luchar, más bien al contrario. Ese entendimiento del mundo como un lugar esencialmente corrupto que te depara un destino inevitable, acompañado de esa negativa a desfallecer a pesar de todo, es lo que, ahora sí, me conquista intelectualmente del mismo modo que antes lo hacía visceralmente (lo sigue haciendo, que conste; una cosa no quita la otra, sólo la complementa).

Izquierda: Sterling Hayden en La jungla de asfalto, 1916/17.
Derecha: Veronica Lake y Alan Ladd en El cuervo.


Como en lo del terror como metáfora pienso seguir ahondando próximamente, el resto de esta entrada estará dedicada en exclusiva al género negro. Para ello, he recuperado una serie de declaraciones extraídas del documental Film Noir: Bringing Darkness To Light, de Gary Leva (responsable también de los excelentes extras incluidos en la última edición de las películas de Harry el Sucio). Dicho documental se grabó expresamente para acompañar en Estados Unidos el volumen 3 de la Film Noir Classic Collection, una serie de cajas en las que Warner ha ido recuperando algunas de las películas más emblemáticas del género. En España se han publicado algunas de ellas, pero no todas, y el documental permanece inédito (las tres primeras cajas de la edición americana, por si alguien tiene un reproductor multizona y está interesado, están subtituladas en castellano, incluido el documental; la cuarta y más reciente, por desgracia, no). Cabe añadir, como última consideración, que el género negro, al menos tal y como yo y otros lo consideramos, no es lo mismo que el policiaco (cuyos preceptos suelen ser mucho más sencillos y, sí, conservadores: el detective investiga, el policía detiene, el criminal paga y el status quo, la ley y la justicia, permanecen inalterables), aunque a veces ambos géneros se superpongan. Para aclararnos: Agatha Christie no es ni mucho menos género negro. Zodiac, por irnos al otro extremo del policiaco, tampoco. Ahora sí, sin más dilación, os dejo con estos extractos de Bringing Darkness to Light.

La diferencia entre las películas de gangsters de los treinta y primeros cuarenta —los clásicos de Jimmy Cagney— y el cine negro es realmente generacional. Si analizas las películas de los años treinta, verás que, por ejemplo, Edward G. Robinson en Hampa dorada no tomaba decisiones, no había ninguna gran cuestión moral en juego. Su dilema era o bien matar a aquel tipo para hacerse con el control del hampa o bien morir en el intento. Sé que mucha gente puede que no piense esto, pero el cine negro es mucho más sutil. En el cine negro hay que elegir. Y la clave está en que va a ser esa elección la que te conduzca a tu destino. Fue decisión tuya montar en el coche. Fuiste tú quien decidiste quedarte o no con Barbara Stanwyck y ayudarla a asesinar a su marido. Tu destino no está dictado de antemano tal y como lo estaba en las películas de gangsters de los treinta y primeros cuarenta. Tu destino está en tus manos y eres tú quien toma las decisiones. Eso es lo que lo hace negro.
Nicholas Pileggi, guionista de Casino y Uno de los nuestros.

La gente confunde los relatos criminales con el género negro, cuando la mayor diferencia que yo veo entre ambos es que la ficción criminal tiende a ser realista. Tiende a depender del aquí y el ahora y generalmente pretende sobrecogerte con lo cruda y realista que es. A mí las historias criminales suelen resultarme demasiado literales, a menudo bastante aburridas y por lo general feas de ver. El noir sin embargo es visualmente espléndido, es puro estilo, y lo que persigue es el realismo emocional. No es que te estés divorciando de la realidad, sino que más bien dices: “La realidad es mi arcilla”.
Frank Miller, autor de Sin City.

Cuando el cine negro aparece en el sentir popular, siempre lo hace asociado a una sociedad un poco más cínica, un poco más paranoica y suspicaz. Si ahora vuelve a tener relevancia bien podría ser porque la propia situación hace que la gente se abra más al cinismo y que quienes hacen las películas estén más interesados en explorar esa parte de sí mismos.
Brian Helgeland, guionista de Los Ángeles Confidencial y Payback.

John Dall y Peggy Cummins en El demonio de las armas.

El género negro tenía mucho que ver con cierta desazón arrastrada desde la época de la Depresión, ya que muchas de las historias estaban basadas en los trabajos de escritores que encontraron su mejor momento creativo durante la Gran Depresión: Hammet y James M. Cain y W. R. Burnett empezaron a escribir guiones para películas de crímenes. También Raymond Chandler y Cornell Woolrich. Y esto dio pie a toda una oleada de este tipo de películas. Yo la llamo «la marea negra» que inundó Hollywood en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Y daba buena muestra, creo yo, de la pérdide de la inocencia de Norteamérica. Los guionistas estaban decididos a pintar prácticamente un antimito. Si durante la Depresión Hollywood había estado vendiendo ideas como el “No te preocupes, ya saldremos de ésta” y el “Somos eternamente optimistas”, ahora que había pasado la Segunda Guerra Mundial y que habíamos visto lo mal que podían llegar a estar las cosas los guionistas pasaron a decir: “Eh, ¿sabes qué? Ya es hora de madurar, y eso del felices para siempre es en cierto modo una aberración”. Y así crearon lo que esencialmente era un antimito mediante estos dramas criminales que venían a decir que en realidad el mundo es un lugar desagradable, feo y oscuro. Y supongo que por fin el público norteamericano estaba listo para aceptarlo.
Eddie Muller, autor del ensayo Dark City, The Lost World of Film Noir.

Parafraseando a Alfred Hitchcock cuando decía que el melodrama era como la realidad pero prescindiendo de las partes aburridas, el cine negro somos nosotros: nuestra naturaleza más básica, sexual, ambiciosa, honorable y malvada. Pero culturalmente, en la cultura pop, siempre buscamos una metáfora. Del mismo modo que la amenaza soviética fue convertida en alienígenas y naves espaciales y platillos volantes, la frustración de los soldados que regresaban de la guerra pensando que habían creado una utopia para descubrir que seguía siendo el mismo mundo de mierda de siempre quedó traducida en todo este género en el que un mundo caótico debe ser reparado por estos hombres solitarios decididos a arreglar la situación.
Frank Miller

Acabas de conocer a una mujer con la que estás a punto de echar el mejor polvo de tu vida, pero a las seis semanas de conocerla te condenarán por un crimen que no has cometido y acabarás en la cámara de gas. Y mientras te atan y te dispones a respirar los vapores de ácido cianhídrico, te sentirás agraciado por las pocas semanas que tuviste junto a ella y agradecido por tu propia muerte. Son los grandes temas del cine negro: corrupción institucional, obsesión sexual y vidas sometidas a una gran tension psicológica. Coges esos tres elementos y, tío, ya puedes montarte una buena historia criminal.
James Ellroy, autor de La Dalia Negra y Los Ángeles Confidencial.

Glenn Ford y Gloria Grahame en Deseos humanos. Foto: Doctor Macro.

Durante la Segunda Guerra Mundia, el país se mostró muy reacio a entrar en la contienda, y eso mismo es lo que les pasa a la mayoría de los héroes del cine negro. Saben que se están enredando en algo malo, pero aun así tienen que hacerlo por un motivo u otro. Se ven impulsados a ello. Y una vez en el meollo, descubren que por mucho que pensaran que tenían controlada la situación, la realidad dista mucho de ser así. Y saben que todo va acabar mal, incluso aunque ganen.
Christopher McQuarry, guionista de Sospechosos habituales.

Lo que de verdad necesitas para que una película sea de cine negro es, en primer lugar, el personaje, y el personaje del cine negro es un personaje gris. Eso es lo divertido del cine negro, que tienes personajes imperfectos, a veces profundamente imperfectos, pero mientras tengan un código y se mantengan fieles a sí mismos, realmente pueden salirse con la suya con un comportamiento que en una película normal inmediatamente les identificarían como el villano.
Brian Helgeland

Chandler fue el que mejor lo definió cuando describió al héroe del cine negro como “un caballero de sucia armadura”. A lo largo de mi carrera yo he intentado redefinirlo como un caballero con la armadura cubierta de sangre reseca, pero sigue siendo un caballero, lo que pasa es que sencillamente no tiene aspecto de serlo y nunca es recompensado por sus actos. Es un personaje solitario que está ahí fuera y al que sencillamente hay cosas que le soliviantan.
Frank Miller

Sin City: Ese cobarde bastardo, de Frank Miller.

(Si te quieres gastar los cuartos) Cultura Impopular recomienda:
·  Film Noir Classic Collection, Vol. 1
·  Film Noir Classic Collection, Vol. 2
·  Film Noir Classic Collection, Vol. 3
·  Dark City: The Lost World of Film Noir
·  Crime Scenes: Movie Poster Art of the Film Noir : 1941-1959

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lunes 9 de febrero de 2009

De entre los muertos

Bill Hicks. Foto: Chris Saunders.

Debo reconocer que, hasta que empecé a trabajar en Paramount Comedy, nunca le había prestado la más mínima atención a la stand up comedy o comedia de escenario. De hecho, ni siquiera entonces puedo decir que fuera un gran aficionado. Hizo falta que llegara a la empresa mi amigo Pepón Fuentes, que además de cómico es todo un estudioso del género, para que empezara a conocer y a apreciar nombres como los de Sam Kinison, Don Rickles y George Carlin o facetas hasta entonces desconocidas para mí de actores como Richard Pryor o Chris Rock (cuando por fin entendí por qué tenían esa fama de graciosos que a mí siempre me había resultado incomprensible viendo sus películas). Hasta entonces, mi conocimiento del género se limitaba a dos nombres: Lenny Bruce (a través de la estupenda película de Bob Fosse) y Bill Hicks, de cuya muerte se cumplirán 15 años el próximo 26 de febrero.

Bill Hicks en Preacher # 31. Dibujo: Steve Dillon.

A Bill Hicks lo conocí, de entre todos los sitios, en el número 31 de Preacher, la serie de Garth Ennis y Steve Dillon. Sin embargo, lo que me llamó la atención no fue tanto su aparición como «estrella invitada» de aquel cómic sino la apasionada semblanza de su persona pintada por Ennis en la página del correo. Como ignoro si aquel texto llegó a publicarse alguna vez en la edición española, lo reproduzco en parte a continuación:

Un pequeño poeta oscuro…
Mi admiración y respeto por Bill Hicks y su trabajo no tienen límites, así que cuando surgió la oportunidad de hacerle aparecer en Preacher no podía permitirme dejarla escapar. Este tío fue –es– uno de mis pocos auténticos héroes y me gustaría dedicar este pequeño espacio a explicar el motivo.
Nunca he escuchado a nadie ni nada que se le pueda comparar, ni antes ni desde entonces. En sus grabaciones, en sus espectáculos en directo (uno de los cuales tuve el privilegio de ver) Bill Hicks contó verdades e hizo preguntas y dio respuestas de un modo que me dejó agradecido a la vez que anonadado. Agradecido porque, como dice Jesse en este número, me alegró que hubiera alguien dispuesto a llamar la atención sobre aquellos temas; anonadado, porque fue capaz de hacerlo a la vez que casi consiguió que me rompiera la maldita caja torácica de la risa.
Es imposible hacerle justicia en un par de párrafos. De hecho, no podría hacerle justicia a Bill y a su carrera ni aunque me pasara escribiendo desde hoy hasta el día del juicio final. En vez de eso, permitid que os recomiende sus grabaciones en cinta o CD. Disponibles ahora mismo en Rykodisc tenéis Dangerous, Relentless, Arizona Bay y la que personalmente es mi favorita: Rant in E-Minor. Dadle una oportunidad, chicos. Dudo mucho que vayáis a arrepentiros. […] Sinceramente me faltan palabras para recomendar el trabajo de Bill Hicks como se merece. Creo que, en el fondo, su corazón pertenecía a una era anterior: en un mundo dominado por la cháchara vacía y héroes de treinta segundos, aquí tenemos un cómico al que merece la pena escuchar y un hombre al que merece la pena recordar.

Bill Hicks en Preacher # 31. Dibujo: Steve Dillon.

El texto de Ennis se publicó originalmente en noviembre de 1997, pero en mi opinión sigue siendo igual de vigente que entonces (con la diferencia de que hoy resulta infinitamente más fácil acceder a las grabaciones y vídeos de Hicks, circunstancia que no deberíais dejar de aprovechar). De hecho, gran parte de los males contra los que «predicaba» el cómico no han hecho sino acentuarse. Por si queréis comprobar lo auténticamente contemporáneo que sigue siendo su humor (o lo poco que hemos evolucionado en tres lustros), aquí os traigo, subtitulado en castellano, el vídeo de su inesperada resurrección televisiva de hace diez días, cuando David Letterman, en un nuevo ejemplo de la progresiva «zombificación» en la que está cayendo la cultura mainstream, recuperó una antigua colaboración, grabada por Hicks en octubre de 1993 para su programa The Late Show With David Letterman, que había permanecido inédita hasta ahora tras haber sido censurada en su día. Letterman, todo sea dicho, demostró tener suficiente clase y savoir faire como para invitar al programa a la madre del cómico para poder pedirle disculpas públicamente por «los prejuicios y la pena» que pudiera haberles causado tanto a Hicks como a su familia. «Tomé una decisión», dijo, «basada más que nada en la inseguridad. Echando ahora la vista atrás, no entiendo por qué; busco un motivo y no lo encuentro. Siento haberlo hecho, fue un error». Y decir todo esto, qué duda cabe, le honra. Lo que yo me pregunto, en cualquier caso, y a pesar de la alegría que me da el que esta grabación perdida haya salido por fin a la luz (aunque ya existían transcripciones y diferentes versiones del mismo texto interpretadas por Hicks, nunca se había podido ver hasta ahora), es por qué un programa del calibre del de Letterman necesita recurrir a un cómico fallecido para poder tratar temas tan controvertidos en los tres grandes canales de la televisión norteamericana como la religión, el aborto o la homosexualidad. ¿Es porque ahora ya está considerado un clásico y eso, que quieras que no, sirve de excusa? ¿Dónde está el nuevo Bill Hicks? ¿Dónde está ese humorista vitriólico que meta el dedo en la llaga, no desde un especial grabado para la HBO sino desde un foro público y multitudinario? Mientras aparece, supongo que habrá que conformarse con que la cultura del reciclaje nos haya permitido recuperar al original. Aquí lo tenéis:

Ésta sería la última vez que Bill Hicks grabaría algo para la televisión. Cuatro meses más tarde, había fallecido por culpa de un cáncer pancreático. Visiblemente afectado tras la eliminación de la que sabía podía ser su última actuación ante un público masivo, escribió una larga carta a John Lahr, periodista y crítico de The New Yorker, dando cuenta de su incredulidad («¿Es que no resulta evidente que son chistes?») y acusando a los productores de haber cedido ante la presión de algunos de sus más importantes anunciantes, vinculados a grupos «Pro-vida».

«Hice lo que siempre he hecho», le escribió Hicks a Lahr. «Interpretar mi material de una manera divertida y que a mi me pareció graciosa. El artista siempre actúa para sí mismo y soy de la creencia de que los miembros del público, viendo que esa persona es libre de expresar sus pensamientos, por extraños que puedan parecer, se sienten inspirados y piensan que, quizá, ellos también deberían ser capaces de expresar libremente sus pensamientos más íntimos con impunidad, alegría y desahogo, y a lo mejor descubrir nuestro vínculo común –único y sin embargo tan similar– unos con otros. Puede que esta filosofía parezca egoísta en un principio: interpreto para mí y además sólo cosas que me interesen a mí y que hagan que yo me parta. Pero es que, verás, yo no me considero diferente de los demás. El público también soy yo. Creo que todos tenemos la misma voz de la razón en nuestro interior y que esa voz es la misma en todos. Y creo que eso es lo que más temen CBS, los productores del programa de Letterman, las cadenas y los gobiernos: que un hombre libre, que expresa sus ideas y puntos de vista, pueda inspirar de algún modo a otros a que piensen por sí mismos y a que escuchen esa voz de la razón en su interior. Y entonces, quizá, uno tras otro, iremos despertando de este sueño de mentiras e ilusiones que el mundo, los gobiernos y su brazo propagandístico, los medios de comunicación tradicionales, nos inyectan continuamente a través de 52 canales, 24 horas al día».

Bill Hicks en Preacher # 31. Dibujo: Steve Dillon.

La web de The New Yorker tiene colgado en abierto el artículo integro de John Lahr, tal y como apareció publicado el 1 de noviembre de 1993. Podéis leerlo aquí. Una reproducción más amplia de la carta original de Hicks puede leerse aquí. Resulta interesante para entender mejor su filosofía del humor como arma de liberación.
Por último, si os interesa mínimamente la figura de Hicks, también os recomiendo este excelente artículo de Jack Boulware publicado en Salon.com en el año 2002. Está centrado principalmente en los últimos meses de vida de Bill Hicks y a mí por lo menos me ha resultado enternecedor y también inspirador: «Fue una de sus últimas actuaciones y resultó memorable, el público estuvo con él en todo momento. Al final del monólogo, Hicks puso a Rage Against the Machine para corear el estribillo: «¡Fuck you, I won’t do what you tell me!». Siempre que les he puesto el vídeo a amigos cómicos se les ponen los pelos de punta. No es el Bill Hicks que recuerdan. Se le ve terriblemente delgado, con una barba descuidada; va vestido con una chaqueta de twed y los pantalones le quedan anchos. Pero a tres meses de morir seguía yendo a por todas, todavía montado en la silla, galopando hasta el final».

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martes 3 de febrero de 2009

Cubriendo los trapos sucios

Mi amigo Pepón posando con la edición original de Los trapos sucios.

Generalmente soy de la opinión de que, si un libro está bien diseñado, lo mejor que puedes hacer es respetar, en la medida de lo posible, la edición original. En el caso de Los trapos sucios, la portada ideada por Bau-da Design para el mercado norteamericano me parecía realmente apropiada. Como podéis ver en la foto de arriba, Daniel Carter, el director artístico del proyecto, eligió como imagen una botella de Jack Daniel’s envuelta en llamas, en cuyo interior se adivinan las peligrosas curvas de una mujer anónima, posiblemente de mal vivir; una decisión inspirada que automáticamente ilustra varios elementos recurrentes en el libro (cuando los Mötley no están dándole a la botella es porque están «empujando» o quemándole los bajos del pantalón a Nikki Sixx). Más allá de la literalidad, es una portada que (a mí al menos me) transmite rápidamente varias ideas: exceso, intensidad, sexo, rock and roll. En ese sentido, es perfecta para este libro y mi intención era utilizarla también para la edición española. Lamentablemente no conseguí hacerme con los derechos de reproducción, pues Bau-da, que es quien ostenta el copyright, parece haber desaparecido como empresa: hace meses que no actualizan su web (echadle un vistazo de todos modos; tienen algunas cosas chulas) y su servidor me devolvió todos los correos que les envié interesándome por su diseño. Lo cual, lógicamente, nos obligó a buscar una alternativa. Afortunadamente, flickr acudió al rescate el día que Rai Robledo publicó esta foto:

Kickstart My Heart, por Rai Robledo, en Flickr.

Automáticamente, se me encendió la bombilla: si en Estados Unidos habían metido a la chica dentro de la botella… ¡nosotros volveríamos a sacarla! (ejem). La auténtica revelación, hablando en serio, fue comprobar que Rai, partiendo de unos elementos y una estética radicalmente distintos, había sido capaz de transmitir con su foto las mismas sensaciones que, en su momento, me había suscitado la imagen original de Bau-da: chicas guapas, rock and roll, actitud a raudales. Y eso nos abrió nuevas vías en un momento en el que, a lo mejor, andábamos (yo al menos) demasiado obsesionados por emular conceptualmente la portada norteamericana. A mi entender, sólo faltaba un elemento absolutamente imprescindible para Mötley Crüe: el cuero. Tras consultarlo con Manuel Bartual, firmante de la maqueta tanto de Los trapos sucios como de El otro Hollywood y mi gurú espiritual para todo lo relacionado con el diseño, coincidimos en que sería una buena idea intentar recrear la actitud destilada por la foto de Rai, pero combinándola con esta otra imagen:

Se trata de la portada de Too Fast For Love, el primer disco de los Mötley Crüe, y lo que estáis viendo es el paquete de Vince Neil, el cantante del grupo. ¿Nuestra brillante idea? Sustituir la entrepierna masculina por una femenina. ¡Chúpate esa, Einstein! Y ya que estábamos, ¿por qué no ponerle a la chica una botella de Jack Daniel’s en las manos? Para no meternos en problemas de derechos con los de Tennessee, se me ocurrió confeccionar una etiqueta falsa de marca Los trapos sucios y pegársela a la botella. De ese modo, matábamos dos pájaros de un tiro: además de brindarle nuestro pequeño homenaje al Too Fast For Love, me parecía un buen modo de hacer referencia al diseño original de Bau-da. Sin embargo, el día de la sesión fotográfica bastaron cinco minutos para dejar bien claro que ambos conceptos se daban de bruces. Por una parte, las caderas embutidas en cuero de Monelle, la modelo, desprendían suficiente actitud rockera por sí solas; el atrezo no sólo demostró ser innecesario sino también un estorbo. Adiós a mi idea de hacerle cargar a Monelle, además de con la botella, con una guitarra en bandolera, un bajo, dos o tres timbales y un Marshall de 300 kilos.

Por otra parte, me gustaba mucho cómo había quedado la etiqueta y empezaba a sospechar que podía tener entidad suficiente como para llegar a ser la imagen de portada, de modo que me puse a hacerle fotos a la botella en vez de a la modelo. Dicho así parece mala idea, ¿verdad?

Supongo que la balanza empezó a inclinarse definitivamente el día que Manuel me envió este montaje que podéis ver aquí debajo. A veces creo que se pegó el curro única y exclusivamente para convencerme, porque él sí que tuvo claro cuál era el camino a seguir desde el primer momento en el que vio la falsa etiqueta. Es uno de los motivos por los que me gusta trabajar con él, pero no el único.

Otro de ellos es que no le importa darle vueltas a las cosas y explorar nuevas vías por muy avanzado que esté el proceso. Esta prueba que veis abajo la hizo en un par de minutos después de tener el libro ya completado y a punto de enviar a la imprenta. Hacía días que habíamos decidido utilizar la otra portada pero, a última hora, a mí me entró un ataque de pánico; quería hacer un intento con una de las fotos que más me gustaban de la sesión con Monelle para asegurarme de que no estuviéramos equivocándonos. Sinceramente, creo que cualquier otro me hubiera mandado a freír espárragos. ¡Y con razón!

Evidentemente, esto sólo es un boceto apresurado; podríamos haberle dado más vueltas y creo que habríamos acabado teniendo una portada bastante decente, pero eso es lo de menos. Lo importante es que bastó para reafirmarme en que habíamos tomado la decisión correcta. Tengo amigos que siguen prefiriendo la portada fotográfica, pero en última instancia creo que la definitiva es bastante más original y, desde luego, llamará mucho más la atención en las librerías. Aunque, como siempre, la decisión final queda en vuestras manos. Aquí está:

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Ser una estrella de rock es la intersección entre quién eres y quién quieres ser.
Slash
Popsy