Cultura Impopular

El blog de Espop Ediciones

martes 19 de enero de 2016

Los impunes de Richard Price

Sensación de vértigo: entre medias, más de veinte años.

Ya sabéis que no suelo hablar mucho por aquí de los trabajos que hago para otras editoriales, pero de vez en cuando no puedo evitar hacer excepciones y ésta es una de ellas. La semana pasada llegó a las librerías la nueva novela de Richard Price, Los impunes, que he traducido para Literatura Random House y que a nivel personal ha supuesto uno de esos encargos llovidos del cielo; un caramelito imposible de rechazar como también lo fue en su día, por poner un ejemplo similar, el Danza macabra de Stephen King. Y es que todos tenemos autores o libros que marcan un antes y un después en nuestra trayectoria como lectores e incluso, en ocasiones, transforman radicalmente el modo en el que uno aborda ciertas cuestiones, ciertos géneros, la literatura en general; para mí, uno de esos autores fue Price y uno de esos hitos en el camino fue Clockers (publicada en español por Ediciones B en 1993, en su añorada colección Tiempos modernos), así que ya os podréis imaginar el subidón que me dio cuando me propusieron traducir su nueva novela. Ni siquiera puedo decir que haya sido un sueño hecho realidad, porque jamás se me había pasado por la cabeza que existiera la más mínima posibilidad de llegar a hacerlo algún día. Price es célebre por su parsimonia (sólo nueve libros en toda su carrera) y, de hecho, Los impunes nació como un intento por acelerar ligeramente su ritmo de producción, inventándose para ello un seudónimo, Harry Brandt, con el que iba a empezar a publicar obras supuestamente de género. No hacía falta que se hubiera molestado; al final, el resultado es puro Price, tan complejo y panorámico como en sus mejores trabajos.

Hace casi un año, con motivo del lanzamiento de la novela en Estados Unidos, Price mantuvo una charla con David Simon (periodista, autor de ensayos como Homicidio y creador de The Wire, serie en la que Price también intervino como guionista) en el centro cultural 92Y de Nueva York, que tuvo a bien grabar el acontecimiento. Además del vídeo, que encontraréis bajo estas líneas, incluyo a continuación la traducción de unos cuantos fragmentos escogidos.

Richard Price: Cuando empecé este libro, Los impunes, mi intención era escribir una novela estrictamente de género, un thriller urbano. Pero el problema de los thrillers es que son excitantes. Es como el problema de las novelas de horror: que dan mucho miedo. Simplemente pensé que iba a suponer un cambio de registro tan grande que decidí buscarme un seudónimo para este otro tipo de escritura en el que supuestamente me iba a embarcar, de modo que me inventé a Harry Brandt, en homenaje a mi primer agente, Carl Brandt, que falleció el año pasado, pero todo el plan se acabó yendo al garete. Recurro a esta frase continuamente, así que ¿por qué no utilizarla de nuevo?: sé vestirme con menos ropa, pero no sé escribir con menos palabras. Después de 41 años trabajando en esto, sólo sé escribir de una manera. De modo que el libro empezó a crecer, los personajes fueron ganando en complejidad y de repente me encontré escribiendo sobre relaciones familiares de una manera que nunca antes había abordado.
Después de tanto trajín, resultó que había acabado escribiendo otra novela de Richard Price en la cual había invertido cuatro años, lo mismo que para mis otros ladrillos. Llegado este punto, me arrepiento de haber usado un seudónimo. Fue una estupidez pensar que podría convertirme en otra persona.

David Simon: A modo de preámbulo debo decir que Richard y yo compartimos al mismo editor, John Sterling, que está aquí esta noche. Mientras yo escribía Homicidio, Richard estaba escribiendo Clockers. […] En aquel momento yo era periodista de sucesos en Baltimore y John me pasó el manuscrito de Clockers. Ni siquiera las galeradas, el manuscrito. Recuerdo haberlo leído de cabo a rabo y pensar: «Dios mío, lo ha clavado todo». Describía perfectamente el funcionamiento de los barrios marginales, las esquinas. […] Cuando leí The Wanderers, en ningún momento me planteé que partiera de un trabajo de documentación previa. Me parecía que habías creado la novela de la manera en la que yo imaginaba que se crea la literatura. Pero cuando leí Clockers, supe que conocías a sus protagonistas. Los habías transformado en literatura, pero supe que los conocías, y creo que hasta aquel momento nunca me había parado a pensar en serio que los novelistas pudieran adorar el trabajo de investigación. Y es evidente que a ti te encanta.

Richard Price: He escrito ocho novelas antes que Los impunes, y las primeras cuatro fue siendo joven, cuando creía sinceramente en ese viejo consejo: escribe sobre lo que sabes. Pero lo único sobre lo que sabía algo era sobre mí mismo, porque todavía era un veinteañero. Así pues, ¿qué coño iba a saber? Después de la cuarta novela, que me resultó extenuante, una experiencia desalentadora, agoté la veta del yo y no supe qué hacer; acabé escribiendo de más, porque me preocupaba más seguir publicando que tener algo que contar, y el libro sufrió por ello, porque carecía de núcleo.
Durante ocho años dejé de escribir novelas para dedicarme a escribir guiones de cine. El primero de mis guiones que llegó a rodarse, El color del dinero, era una road movie sobre unos buscavidas del billar, pero yo apenas sabía jugar. Además el billar no es un deporte muy neoyorquino, […] pero Scorsese me dijo: «Si vas a escribir esta película, debes aprender». Estuve en Alabama, Virginia y Kentucky, tratando con profesionales del billar, y de repente fui consciente de que podía aprender cosas. Que ignores algo no significa que no puedas aprenderlo. Descubrí las posibilidades del aprendizaje y me di cuenta de que si tienes suficiente imaginación, buen ojo para los detalles, oído para captar el habla de la gente y buena disposición para aprender los rudimentos de ese mundillo sobre el que todo lo ignoras, puedes acabar convirtiendo todo eso en arte. Y así escribí El color del dinero y después Melodía de seducción, que incluía escenas de trabajo policial. Yo ni siquiera conocía a un solo policía; ni de niño, jamás había conocido a ninguno. Pero me pusieron en contacto con uno de Jersey City y de repente me vi en el asiento trasero del coche patrulla acompañándole en salidas, me vi visitando escenas del crimen. Y, una vez más, me descubrí aprendiendo. Y el aprendizaje me resultó tan embriagador que simplemente noté que mi vida creativa se ensanchaba.
De modo que después de ocho años documentándome para escribir guiones, al fin se me ocurrió una historia, relacionada con mi experiencia como cocainómano durante un par de años a primeros de los ochenta, que abarcaba todas las cosas que había visto yo pero desde una perspectiva policial, y que hablaba sobre edificios de protección oficial idénticos al edificio en el que me había criado yo —incluso construidos el mismo año— y sobre cómo habían acabado convertidos en cárceles al aire libre. Me presenté voluntario para dar clases gratuitas en Daytop Village, que era un centro de rehabilitación principalmente para adolescentes del sector del Bronx en el que nací yo. De repente, después de haberme estado empapando con todas aquellas experiencias, me di cuenta de que quería escribir algo que no deseaba dejar en manos del departamento de marketing de un estudio. No quería que nadie le metiera mano hasta dejarlo irreconocible.
Al final sentí, gracias a la seguridad en mí mismo que había obtenido escribiendo guiones, que estaba preparado para volver a la novela, pero tenía tal apetito por abordar lo desconocido, estaba tan ansioso por prescindir de mi experiencia, que me eliminé por completo de la ecuación. Mi objetivo era crear un reportaje en forma de novela. Pero para eso no basta con acumular una pila de cuadernos de notas llenos de anécdotas e informes policiales; eso no dejan de ser datos. El desafío es tomar todo ese material y forjar una alegoría bien proporcionada de lo que has visto. Y el resultado fue Clockers, y después volví a hacer lo mismo con Freedomland. La diferencia en Los impunes ha sido que tenía tal acumulación de recuerdos de cuando salía a las calles, de mis charlas con los policías, los detenidos, los profesionales que se relacionan con ambos, como abogados, profesores, trabajadores sociales… Tenía tantos recuerdos e incidentes en la cabeza, que pensé: «Voy a escribirlo del tirón, esta vez no voy a salir al ruedo».
Por supuesto, salgo a pasear por Harlem, donde resido, así que de repente empecé a recibir estímulos nuevos. Pero a pesar de tenerle tomado el pulso a todas estas cosas, me sigue pareciendo todo tan matizable que aun así tardé cuatro años. Lo que me tomó por sorpresa no fue el procedimiento policial y lo bien que se me da. Ni los ambientes callejeros y lo bien que se me dan. De repente, me encontré escribiendo sobre vida familiar, que era algo sobre lo que nunca había sido capaz de escribir con anterioridad. Y eso fue producto de estos últimos seis años de mi vida, cuando he tenido suficiente paz en mis relaciones, en mi hogar, como para sentir que ahora puedo escribir al respecto. Tengo la confianza necesaria y suficiente material como para aportar algo. Simplemente era un territorio nuevo para mí, por lo que el libro fue abandonando cada vez más el género para convertirse más y más en… En fin, no será Los hermanos Karamazov, pero a lo mejor puede ser Los primos Karamazov.

Foto: Damon Winter/The New York Times

David Simon: Ahora no me queda más remedio que preguntarte ¿qué te hace más gracia? ¿Cuando alguien te felicita por lo genuina que le ha parecido una escena de alguna de tus novelas y sabes que es porque la presenciaste en el momento en que ocurrió, de acompañante en el coche patrulla o en la sala de interrogatorios, y piensas: «qué gran trabajo de investigación», como podría pensar un reportero? ¿O cuando alguien está convencido de que algo de lo que has escrito sucedió tal cual en la vida real pero sabes que en realidad no es así?

Richard Price: El hecho ineludible es que se trata de una novela. No es un documental. Al margen de lo mucho que me pueda haber impresionado lo que sea que haya visto, todavía tengo que convertirlo en literatura. Sólo porque hayas presenciado algo no se convierte automáticamente en arte. Tienes que hacer algo con ello y además ha de encajar armónicamente con todo el otro millón de cosas que has visto. Volvemos al gigantesco montón de libretas del principio. ¿Qué es lo que vas a hacer con todas esas notas?

David Simon: ¿Qué es lo que te lleva a poner punto final al proceso de documentación, la obligación de las fechas de entrega? ¿O realmente hay un momento en el que piensas «ya me he documentado mucho más allá de lo que necesitaba»?

Richard Price: Nicholas Pileggi, cuando estaba escribiendo Casino, su libro de no ficción sobre Las Vegas, dijo que cuando alcanzó un punto en el que le estaba haciendo una pregunta a un mafioso o a un crupier y sabía lo que le iban a responder antes de que abrieran la boca, supo que había llegado el momento de parar.
Para mí es un proceso que resulta sumamente adictivo. Un actor tiene la posibilidad de probar muchas vidas, muchos papeles distintos. Eres Shylock, eres un padrino de la mafia, eres un mono, eres cualquier cosa que desees ser, dependiendo del papel; yo simplemente quiero, sin abandonar mi vida, experimentar tantas otras como me sea posible. Odio tener que poner punto final al trabajo de campo, pero no queda otra. Cuando estaba escribiendo Clockers, me pase dos años y medio después de haber firmado el contrato contándole a John Sterling en las reuniones lo alucinado que estaba por todas las historias increíbles que estaba descubriendo. Finalmente quedamos un día para comer y fue como una intervención. Yo seguía contándole una anécdota tras otra, «porque fíjate, tal y cual»,  y al final se plantó y me dijo: «Mira, sólo tengo una pregunta para ti: ¿cuál es la primera frase del libro?». Y yo: «No, no, no… Todavía no sé lo suficiente sobre cómo funciona el Turno de oficio; no sé lo suficiente sobre el sistema escolar público o la importancia de la iglesia negra en ciertas comunidades». Y él: «¿Cuál es la primera frase del libro?». Fue como un jarro de agua fría.

David Simon: ¿Cuánto tiempo pasaste con los inspectores de la guardia nocturna mientras te documentabas para Los impunes? ¿Y por qué crees que el DPNY sigue permitiéndote semejante acceso?

Richard Price: Porque los tengo engañados. Verás, lo cierto es que, a pesar de todo lo que se habla sobre la documentación de mis novelas, cuando luego me pongo a mirar el calendario y sumo el total de días que de verdad he salido con tal o cual unidad, o los días que he pasado con esas personas de los bloques marginales, siempre me sale una cifra sorprendentemente baja. Creo que salí con la guardia nocturna tres noches y obtuve permiso para ello porque el tipo que estaba de sargento en la unidad aquella noche en particular era amigo mío y me dijo: «Ven a echar un vistazo». No fui a través de los canales oficiales, aunque sí me aseguré de salir en las tres noches de mayor actividad para la guardia nocturna: San Patricio, Halloween y Nochevieja. Me siento como si hubiera atravesado los pantanos con ellos con mi lupa de antropólogo, como si hubiéramos estado juntos una barbaridad de horas, pero en realidad nunca ha sido tanto. Ni siquiera suelo repetir varios días seguidos, siempre lo hago de manera esporádica.

David Simon: ¿Cómo consigues que el DPNY te lo permita?

Richard Price: No es que me lo permitan, sino que aprendí a saltarme los canales oficiales. Lo que necesitas es un buen celestino. Mi primer celestino fue un policía de Jersey City que estaba metido en el mundillo del boxeo, al que conocí mientras estaba escribiendo el guión de La noche y la ciudad, que al final acabó rodándose diez años más tarde. Se había sacado el carnet del Sindicato de Actores e iba a servirme de asesor a cambio de que le hicieran una prueba de pantalla para la película. La cosa no llegó a salir adelante, pero era el único policía al que conocía cuando empecé a escribir Melodía de seducción. Fue mi puerta de entrada. Básicamente, se te van pasando unos a otros. Hablas con un tipo y nunca es porque te hayan autorizado, sino porque alguien conoce a alguien que conoce a alguien que dice que eres legal. Hablas con uno, le dices lo que quieres averiguar y te dirá: «Bueno, puedes venir a dar una vuelta nosotros, pero si de verdad quieres empaparte del tema…».
Lo primero de todo, tienen que percibir que vas a ser un buen acompañante. Saben que eres escritor y yo a menudo olvido el hecho de que saben perfectamente que soy escritor. No son ingenuos. De modo que, aunque no esté tomando notas copiosamente en mi libreta y jure y perjure que no soy periodista ni reportero, están hablando con un escritor. No van a hablar conmigo tal como van a hablar con sus compañeros dentro de dos horas cuando yo me haya vuelto a casa. Pero si les resulto una compañía agradable y disfrutan conversando, acabarán diciendo: «Bueno, ¿sabes eso sobre lo que me has preguntado? Realmente deberías hablar con Bobby de la unidad CSI, si quieres le llamo». Suena el teléfono y es Bobby, y ahora me toca salir con él. Veo cosas, veo cosas, y a la que voy viendo cosas se me ocurren nuevas preguntas que jamás se me habrían ocurrido porque ni siquiera sabía que tal cosa existía hasta que la he visto, pero siempre hay una progresión: ahora que sé que existe, quiero saber más al respecto. Y Bobby dirá: «¿Sabes quién podría informarte bien? Gene, del departamento de falsificaciones artísticas o Fulanito del cuerpo de buceadores». Básicamente vas pasando de mano en mano como una cachimba y el único requerimiento es que les resultes una compañía agradable e interesante.
Tan pronto como empecé a tener películas a mi nombre, cuando empezó a correr la voz de que había hecho una película con Robert De Niro, había hecho una película con Al Pacino, todo pasó a ser mucho más sencillo. Les acompaño y toda la noche estoy pensando: «Dios mío, vas por ahí todo el rato con un arma mortal pegada a la cadera. ¿Cómo te las apañas?». Y ellos me miran y dicen: «Quiero preguntarte una cosa y quiero que seas sincero. ¿Cómo le llamas: Bob, Bobby, Robert o señor De Niro?». «Vaya, me alegra que me hagas esa pregunta. Por cierto, esa pistola que llevas ahí…». Así que acaba siendo una relación de curiosidad mutua.

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