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miércoles 1 de mayo de 2013

Le Carré y el síndrome de Cotard

Una de las manías más extendidas y que más me irrita de la crítica en general, pero sobre todo de la literaria, es su tendencia a caer en lo que yo llamo el delirio de negación. El auténtico delirio de negación es una afección psicológica descubierta por el neurólogo francés Jules Cotard, que consiste básicamente en la creencia de que uno está muerto, real o figuradamente. Según la descripción que ofrece Wikipedia: «los pacientes llegan a creer que sus órganos internos han paralizado toda función, que sus intestinos no funcionan, que su corazón no late e incluso que se están pudriendo». El delirio de negación del crítico no llega tan lejos, pero tiene algún que otro punto en común. Convencido de que las obras que reseña deben amoldarse a unos preceptos preconcebidos e inamovibles que conforman el supuesto canon del buen gusto, de lo verdaderamente literario, el crítico tradicional procede a «matar» aquellas partes del conjunto que amenazan con desequilibrar sus ajustados parámetros. Básicamente, niega la realidad para amoldar las obras a sus criterios, en vez de amoldar sus criterios a la realidad de las obras. Veamos un ejemplo reciente que es el que ha motivado esta entrada.

Hace un par de semanas, el crítico del New York Times Dwight Gardner publicaba un extenso e interesante artículo sobre el escritor británico John le Carré, con motivo de la próxima publicación de su nueva novela, Una verdad delicada. El texto es informativo, ameno y altamente elogioso con la obra de le Carré, pero por algún motivo parece sentir continuamente la necesidad de excusarse por ello, intentando desvincular las obras que ensalza del género de raigambre popular al que se adscriben, cuando no negando por completo su relación con el mismo. En palabras de Gardner: «Lectores como yo, alérgicos en la mayoría de los casos a las historias de espías y la narrativa de género, llevamos tiempo sintiéndonos atraídos por la obra de le Carré gracias al ingenio y la mordacidad que consigue insertar en un hiriente comedimiento. Sus primeros libros ilustraban, tal como él mismo describió en una ocasión sus novelas de Smiley, «una especie de Comédie humaine de la guerra fría, contada en términos de espionaje». En sus títulos menores, la prosa de le Carré puede ralear peligrosamente, pero en sus mejores momentos, se cuenta entre los mejores escritores vivos. Hay un motivo para que Philip Roth haya calificado Un espía perfecto, la obra de ficción autobiográfica publicada por le Carré en 1986, como «la mejor novela inglesa desde la guerra». The Times le otorgó el puesto 22 en una lista de los 50 mejores escritores posteriores a 1945. Sus libros hablan menos de espionaje que de las fragilidades y deseos humanos; hablan de cómo todos somos, a nuestra manera, espías. El legendario editor Robert Gottlieb, que trabajó en muchas de las novelas de le Carré mientras estaba en Alfred A. Knopf en los años setenta y ochenta, se rió cuando le mencioné que algunos todavía lo consideraban un plumífero de género. «Es un escritor brillante para el que los espías simplemente son materia prima», dijo Gottlieb. «Llamarle escritor de novelas de espías es como llamar a Joseph Conrad escritor de novelas marineras o a Jane Austen escritora de comedias domésticas». Gottlieb añadió: «¿Quiénes son esos idiotas que piensan lo contrario?»».

Las elegantes portadas de Matt Taylor para le Carré en Penguin.

Es decir, que para estos señores y todos aquellos que piensan como ellos, no existe una división entre novelas de espías buenas y malas, superficiales o complejas, pedestres o perspicaces. No, para este tipo de críticos la única división posible es la que separa las novelas de espías (terribles todas ellas) de la buena literatura en la que «los espías simplemente son materia prima», como si por esquilar al gato fuese éste a dejar de maullar. Son los mismos que cuando tienen que defender una novela negra argumentan que en realidad se trata de una oscura parábola social (cosa que puede ser cierta, pero no por ello invalida su «negrura») y los mismos que utilizan términos como «alegoría swiftiana» o «metáfora tecnológica» para no tener que decir «ciencia-ficción». Sin embargo, el qué se cuenta y el cómo se cuenta van inextricablemente unidos, hasta tal punto que puede llegarse a dar la ironía de que aquello que el crítico pretende negar para preservar su aura de seriedad (en este caso la adscripción de le Carré a las novelas de espionaje) sea precisamente una de las principales bondades de la obra. En el mismo texto anteriormente citado, por ejemplo, Gardner explica: «Una de las mejores cosas en las novelas de le Carré es que, desde el principio, han bullido con el recóndito y rico lenguaje del espionaje, un campo que tiene una jerga distinta a la de cualquier otro. En muchos casos, el propio le Carrá ha inventado dicha jerga. Términos de sus novelas (por ejemplo «trampa de miel», para indicar el uso del sexo como reclamo para incitar a un objetivo) han sido adoptados por los profesionales. Probablemente también pueda reclamar la autoría de «topo». Los editores del Oxford English Dictionary, dice él, le escribieron una vez para preguntar si había originado el uso de dicha palabra como sinónimo para agente encubierto a largo plazo. Le Carré no estaba seguro. Pero el único uso histórico de la misma conocido resultó ser uno con el que no parece probable que estuviera familiarizado; aparece en un poco conocido volumen de Francis Bacon sobre el rey Enrique VII publicado en el siglo XVII».

Así pues, si debemos hacer caso del artículo enlazado, nos encontramos con una serie de novelas protagonizadas por espías, que narran con inusitada perspicacia los quehaceres del espía y recogen con admirable exactitud la jerga del espía; sin embargo, sólo un idiota podría considerarlas novelas de espionaje. Ajá. El caso es que, por absurdo que pueda parecernos este claro ejemplo del delirio de negación, me temo que a ningún lector habitual de suplementos culturales le resultará novedoso. Lo novedoso sería, por desgracia, justo lo contrario. Lo novedoso sería que en vez de intentar escindir las obras de los géneros en los que solemos englobarlas como manera de afirmar su grandeza se asumiera su pertenencia a los mismos con naturalidad, juzgando sus valores literarios sin juzgar sus adscripciones. No pretendo ni mucho menos hacer con esto una defensa a ultranza de los géneros; un bodrio es un bodrio al margen del envoltorio. Pero sí agradecería una crítica menos acomplejada y más proclive a analizar y explicar qué es lo que hace que un autor sea verdaderamente literario, original, complejo o singular, antes que una que siga empeñada en mantener prejuicios elitistas y líneas divisorias mal trazadas. Por variar un poco.

Libros , , 4 comentarios

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