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viernes 19 de abril de 2013

Cómic alternativo de los 90 – VIII

Capítulo II. La escudería Fantagraphics
Parte 6: Un mundo en sí mismo

«Me obsesioné con la muerte siendo aún muy niño. Tenía cuatro años. Recuerdo el instante en el que comprendí lo que era la muerte… por lo menos que significaba que mi vida iba a terminar, y que no había nada que ni yo ni nadie pudiera hacer. Desde aquel día y hasta ahora, la muerte es lo primero en lo que pienso cada vez que me levanto y lo último en lo que pienso antes de acostarme. Todos los días igual. Ahora he aprendido a vivir con mi ansiedad y únicamente muy de vez en cuando me veo profundamente alterado debido a la idea de la muerte. Pero en aquellos días acostumbraba a tumbarme en la cama pensando sobre ello hasta que vomitaba. Durante una temporada, estuve convencido de que mis padres me iban a matar. Por ninguna razón en especial. Tenía muchísimo miedo todo el tiempo, y el mundo no tenía ningún sentido para mí. Yacía en mi cama y me preguntaba cuándo iban a entrar para hacerlo. Aquello duró meses hasta que supuse que no iban a hacerlo y dejé de preocuparme. Pero el temor ante la muerte persistió. Era un chico obsesionado. Pasé mucho tiempo buscando pistas. Buscaba detrás de las cosas, a su alrededor, en su interior… estaba buscando todo el tiempo».
Éstas son algunas de las frases con las que define su infancia Jim Woodring, uno de los autores más sorprendentes y desconcertantes del tebeo alternativo norteamericano. No estaría de más añadir que su madre era toxicóloga y que a menudo era requerida por el juez de instrucción de la zona para hacerles la autopsia a los perros muertos por si tenían la rabia, proceso que ella describía luego en todo detalle a su hijo. Su padre, por su parte, era un inventor aficionado que utilizó su ingenio para construir en lo alto de su casa un faro programado para que se encendiera y les revelara, de estar tomando algo en el vecindario, que el pequeño Jim se agitaba inquieto en su cama. A tenor de lo que el mismo Woodring explica, las ocasiones debieron de ser numerosas, ya que «cuando era niño tenía alucinaciones. Veía apariciones. Me tumbaba en la cama y veía enormes y silenciosas caras que flotaban dando vueltas junto a los pies de mi cama. Caras muy caricaturescas. Caras gigantes, horribles, sonrientes, con las líneas marcadas y la boca abierta, gritándome en silencio, moviendo la boca con rapidez».

Todo esto viene a cuento de que los tebeos de Woodring no son sino el resultado directo de estas experiencias: las visiones son su principal fuente de inspiración y la búsqueda de los misterios ocultos tras un universo caótico y sorprendente casi su único tema. En todo caso, no fueron sólo las visiones las que le impulsaron a ello; hubo otro elemento mucho más mundano que también se demostró decisivo en el desarrollo de su particular noción de la realidad: «La primera droga que tomé fue el LSD, cuando aún era un chaval completamente reprimido. Era perfectamente inocente, alguien me dio una dosis realmente fuerte de LSD, y tuve una horrible experiencia que me cambió la vida y que básicamente me demostró que la realidad no era en absoluto tan real. Quiero decir, sabía cuánto LSD había en aquella astilla, y la verdad es que no era mucho; la mayoría era tiza y veneno para ratas y pólvora, o lo que fuera que le pusieran en aquellos días. Y me di cuenta de que aquella mota de polvo había bastado para borrar el mundo frente a mis ojos del mismo modo que borras las acuarelas con una esponja húmeda». Esta revelación, sin embargo, no llevó a Woodring a volcarse de inmediato en una expresión artística que le permitiera desarrollar creativamente las nuevas percepciones a las que estaba sujeto (como sí le pasó, por ejemplo, a Robert Crumb), sino que únicamente contribuyó a aumentar una angustia existencial ya de por sí bastante intensa debido a su pánico ante la muerte, que le abocó a un temprano alcoholismo. «La primera vez que bebí algo con alcohol, que por cierto fue una cerveza, supe que lo que quería hacer durante el resto de mi vida era seguir bebiendo», afirma. «De modo que empecé a emborracharme siempre que me era posible. Mi vida era caótica. No me preocupaba el futuro. Sólo me emborrachaba constantemente y tomaba drogas y me dedicaba a pasármelo bien. Tiemblo cada vez que recuerdo aquellos días, porque estaba fuera de control. Alienaba constantemente a mis amigos comportándome como un gilipollas».
Al mismo tiempo que se alcoholizaba, Woodring empezó a trabajar de basurero, algo que hizo desde los 19 hasta los 27 años, momento en el que cambió de empleo para entrar a formar parte de la plantilla de un estudio de animación. Había dibujado toda su vida y tenía buena mano, pero su única toma de contacto con el medio historietístico hasta aquel momento había sido su etapa de lector de tebeos underground a finales de los setenta, por lo que cuando empezó a trabajar en el estudio y conoció a Gil Kane y a Jack Kirby, que también estaban allí, no tuvo ni idea de quiénes eran. Aparte de para conocer a dos de los más grandes dibujantes del mainstream norteamericano, los años que pasó en el estudio de animación le sirvieron también a Woodring para afinar sus recursos artísticos. Por ejemplo, «Hacer storyboards me ha ayudado hasta cierto punto a controlar la composición de mis tebeos. Aún intento seguir algunas pautas de la narración cinematográfica. Cuando dibujo siempre marco una línea de cámara sobre la que no me permito cruzar, intento manipular el tiempo del mismo modo [que si estuviera filmando] e igualmente intento usar tomas establecidas. Sí, aprendí un montón, ha sido útil».

Trabajar junto a Gil Kane tuvo también otra ventaja insospechada, ya que éste era un buen amigo de Gary Groth y le habló de la labor de Woodring. Poco después, el primer número de su serie Jim aparecía publicado por Fantagraphics.
Ya desde aquel primer número, Woodring destacó como una voz única en el panorama historietístico norteamericano. La mitad de las historietas eran nuevas, y la otra mitad provenían de una especie de diario dibujado que el autor había ido desarrollando para relajarse de las tensiones que le producía su trabajo en el estudio de animación; un diario que no era sino un perfecto reflejo impreso de esa búsqueda que mencionaba al inicio de este parágrafo. Woodring se suele utilizar a sí mismo como personaje principal y, en teoría, su trabajo se origina en las experiencias de su vida diaria; sin embargo, ésta se expresa en sus tebeos a través de historias de ficción ambientadas en un mundo turbador y fantástico en el que cualquier cosa puede suceder, desde la aparición de ángeles en forma de peonza metafísica hasta salvajes escenas de tortura más allá de lo terreno. El mundo de Jim es un espacio a medio camino entre el sueño y la vigilia, en el que Woodring filtra su vida a través del incógnito y de las visiones que le asaltaban de niño, para, por utilizar su analogía, pasar la esponja por encima de la acuarela y revelar una realidad escurridiza que podría, o no, agazaparse tras los sucesos cotidianos.

Más radical aún resulta su otra creación importante, Frank, un extraño animal antropomórfico que, tras protagonizar historietas cortas en títulos como Jim o Tantalizing Stories, acabó por conseguir su propia serie también en Fantagraphics. En ella, además de elevar hasta el grado sumo el aspecto irreal de sus historietas, y de explorar de una forma mucho más directa e intensa el complejo mundo de las apariencias (Frank consiste prácticamente en un único argumento que se repite una y otra vez —varían los desarrollos— y que se podría resumir como el enfrentamiento con algo que no es lo que parece), Woodring ha decidido asumir el riesgo de realizar tebeos sin palabras, dejando bien patente tanto su práctica en el campo de la animación como sus aplicaciones al campo de la narración historietística, pues le basta con el sabio uso de los encuadres y sus secuencias para conseguir imprimir diferentes ritmos de lectura y ralentizar o acelerar a su antojo la inquieta mirada del lector. Por otra parte, es comprensible que haya una gran mayoría de personas que se nieguen a comprarse un tebeo en el que apenas hay una palabra que llevarse a la boca*; decidir si la intensidad emocional de las historietas de Woodring puede llegar a compensarles o no la brevedad de su disfrute, ya no es labor mía decidirlo. De lo que no puede haber duda es del placer estético producido por sus páginas. Bien sea en su vertiente más cartoon (Frank) o bien en la realista (Jim), el estilo de dibujo de Woodring es un prodigio de sencillez completamente trabajada. Sus trazos, aunque gruesos y firmes, nunca llegan a abigarrar la página debido a una siempre estudiada composición y a un curioso estilo de rayado realizado mediante pinceladas compactas y espaciadas que en ningún caso saturan la vista. Su creatividad e ingenio a la hora de crear el aspecto visual de los múltiples personajes y entes que pueblan sus tebeos, y el aspecto siempre limpio y trabajado de su entintado, no hacen sino reforzar el atractivo visual de su obra.

* Nota desde el presente: un comentario muy coyuntural (pero real y oído en las tiendas) de un momento en el que Frank se editaba como comic-book de grapa de 24 páginas con un precio de portada de 3’95 $. Hay que reconocer que, incluso para los fans, sabía a poco. Nada que ver con su actual y mucho más satisfactoria publicación en volúmenes.

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