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sábado 13 de mayo de 2017

Muerte de un Jazzman

Chet Baker, 1988. (Foto: Bruce Weber)

Tal día como hoy, un 13 de mayo, fallecía en Ámsterdam el trompetista Chet Baker. Diez días más tarde, el 23 de mayo de 1988 (eran otros tiempos menos vertiginosos), Mike Zwerin, autor de nuestro ensayo Swing frente al nazi: el jazz como metáfora de la libertad, publicó un obituario en el International Herald Tribune. El propio Mike habría cumplido 87 años esta misma semana, el próximo 18 de mayo, de no habernos dejado en 2010. Traduzco a continuación, a modo de recuerdo para ambos, unos cuantos párrafos de su texto sobre el malogrado trompetista.

Muerte de un Jazzman:
Notas finales sobre los últimos días de Chet Baker

Marcar eras a partir de tal o cual acontecimiento es una empresa necesariamente arbitraria, pero podría decirse que la era del yonqui bebop, la imagen del jazz unido inextricablemente a las drogas, murió con Chet Baker cuando éste se precipitó por la ventana de su hotel en Zeedijk, cerca de una zona célebre por sus camellos, a las 3:00 A.M. del viernes. Su representante, Peter Huyts, identificó el cadáver en la morgue. Chet (debemos llamarle Chet, Baker a secas no funciona. Chet era su sonido pianissimo y cantarín; hay muchos Bakers, pero sólo hubo un Chet) llevaba dos días desaparecido en la subcultura de las drogas antes de su fallecimiento. Cuando no se presentó en un programa de radio en Laren la tarde del 12 de mayo, Huyts tuvo una premonición. «Antes o después tenía que pasar», dice. «Todo el mundo lo sabía». […]
Eglal Fahri, propietaria del club parisino New Morning, en el que Chet actuaba al menos una vez por mes, dice: «Siempre hemos hecho muy buena taquilla con Chet. Creo que uno de los motivos era que la gente pensaba que cada concierto podía ser el último». El que dio el 5 de mayo resultó serlo. El pianista alemán Joachim Kuhn acompañó a Chet aquella noche. «Parecía muy cansado», recuerda Kuhn. «Fue muy triste. Recuerdo haber pensado que no podría seguir así demasiado tiempo».
Chet fue miembro de la primera generación de maestros que crearon la poderosa música urbana estadounidense posteriormente conocida como bebop. Fue el último de ellos que se mantuvo fiel a la heroína, mucho después de que los demás se hubieran desenganchado o fallecido jóvenes. Lo suyo era más una historia de amor que un hábito.
Chet no fue ningún revolucionario. No fue responsable de adelantos drásticos al nivel de Charlie Parker o Dizzy Gillespie. Pero su sonido, varios elementos de sus fraseos y el modo y el lugar en el que insertaba ciertas notas han entrado en el vocabulario. Te conmovía en un lugar veraniego en el que la vida no es fácil. Gente que nunca lo había conocido lloró cuando murió.

Chet Baker y Ruth Young. (Foto: Gorm Valentin)

Los creadores del bebop tuvieron que vivir con críticos que decían que el jazz que interpretaban no era realmente «música». Pero todos ellos oyeron los sonidos que habían descubierto en las obras de compositores «serios» y aclamados, así como en las bandas sonoras de series de televisión populares. Trabajaron en locales controlados por la mafia y no cobraban royalties. Lucharon contra la alienación construyendo una cultura secreta con su propio estilo y lenguaje. «Brutal» como sinónimo de «bueno» es un clásico ejemplo de argot bebop. La heroína formaba parte del conjunto. Parecía curar la alienación por un minuto.
En la actualidad, todo eso ha pasado a ser carne de gran presupuesto. Dexter Gordon, Dizzy Gillespie, Miles Davis y Sonny Rollins suman discos de oro y tocan en la Casa Blanca. Los jóvenes jazzmen «post-bop» visten trajes de tres piezas, llegan con puntualidad, beben agua mineral y negocian contratos de seis cifras. No es una coincidencia que la heroína desapareciera cuando llegó el respeto. La muerte de Chet Baker marca el final de esa vieja y triste historia.
Las grietas en su rostro se multiplicaron y ahondaron, y sus labios se plegaron sobre la dentadura postiza que llevaba usando desde que unos camellos cabreados de San Francisco le saltaron los dientes. Empezó a parecerse a un viejo indio, el último de una tribu que hubiera presenciado grandes cantidades de sufrimiento. Parecía como si estuviera necesitado de que alguien lo cuidara y así era y siempre hubo a su alrededor personas dispuestas a hacerlo. Su persistencia e ingenio en la búsqueda tanto de la heroína como de su musa, y la habilidad de su espíritu y de su cuerpo apergaminado para sobrevivir a tal embate continuo, le brindaron respeto (en ocasiones reticente) por parte de individuos de todas las edades, razas, nacionalidades y preferencias estilísticas que apenas eran capaces de ponerse de acuerdo en algo más. Chet era el artículo genuino.

Hace unos años, recordaba lo avergonzado que se había sentido en los años cincuenta, cuando en las listas quedaba por encima de Clifford Brown y Dizzy Gillespie, a los cuales adoraba, porque era una «gran esperanza blanca» de cara bonita que recordaba a la gente a James Dean. Sabía que no jugaba en la misma liga que ellos. En los años ochenta, cuando en sus buenas noches se revelaba capaz de tocar todo lo bien que pueda tocarse el jazz, se vio desdeñado como una vieja gloria. Las grandes esperanzas blancas habían pasado de moda junto con los pianissimos.
[…] El guitarrista belga Philip Catherine describe sus giras con Chet: «Conducía desde París hasta Bruselas pasando por Ámsterdam; a veces iba en avión aprovechando una noche libre entre dos conciertos en París. Llegaba tarde con frecuencia y a veces había momentos de pánico. La paga no siempre era la estipulada ni se recibía en el momento acordado, pero en la música había tantos momentos mágicos que conseguían que todo lo demás mereciera la pena».
El empresario holandés Wim Wigt representó a Chet en Europa y Japón en los ochenta. No tenían un contrato de exclusividad, pero Wigt estima que Chet ganó más de 200.000 dólares, una vez restados los impuestos, el años pasado. Los dos álbumes que grabó para su sello, Timeless Records, han vendido más de 25.000 unidades cada uno y siguen vendiendo. No resulta difícil adivinar adónde fue a parar el dinero.

Chet en los ochenta. (Foto: Bruce Weber)

Un amigo recuerda que Chet llegó a su casa con 30.000 florines en una bolsa de plástico. Hacía poco se había comprado un Alfa Romeo Giulia color crema con matrícula italiana. Según Peter Huyts, que viajó con él a menudo, Chet era un conductor experto que recuperaba milagrosamente la sobriedad tras el volante sin importar lo colocado que hubiera podido estar. Larguirucho y con gafas, Huyts parece demasiado joven para tener ya dos nietos y demasiado formal para ser manager de bandas de jazz. Era copropietario de un club de jazz a tiempo parcial cuando perdió su empleo como ingeniero electrónico hace cinco años. Conociendo y amando la música, empezó a viajar con los clientes de Wigt, como Gillespie, Art Blakey y John Scofield. Calcula que debe de haber oído más de 150 conciertos de Chet Baker y probablemente le conoció tanto como el que más. El pasado jueves, Huyts estaba en Schiphol, el aeropuerto de Ámsterdam, esperando para acompañar el ataúd en un vuelo a Los Ángeles, donde la madre de Chet tenía comprada una plaza en el cementerio. «Quise estar con él hasta el final», dice Huyts. «Me sorprende lo mucho que lo echo de menos».
Viajar con Baker no era un camino de rosas. Pero a pesar de que Chet había pasado 16 meses en una cárcel italiana y fue deportado en uno u otro momento de Suiza, Alemania Occidental y Gran Bretaña, nunca tuvo ningún problema a la hora de cruzar fronteras. «Ni una sola vez», afirma Huyts. «Eso siempre me desconcertó. Pero Chet tenía su numerito de chico bueno para la aduana. Sabía cómo hacerles la rosca. Podía ser encantador».

«Siempre estaba perdiendo cosas, dejándoselas en algún lugar, pero conservó durante años la embocadura que le regaló Dizzy Gillespie. Estaba muy orgulloso de ella. Estaba grabada con la palabra «Birks»», añade Huyts, refiriéndose al segundo nombre de Gillespie.
Fue precisamente éste quien le consiguió a Chet su primer concierto de regreso en Nueva York después de haber aprendido a tocar con dentadura falsa. En una entrevista telefónica el sábado desde su casa en Nueva Jersey, Gillespie decía: «Una cosa importante que le faltaba… verás, Chet era muy tierno. El jazz es cosa de vísceras, los grandes solistas tienen que saber actuar con dureza. Él era demasiado vulnerable».
[…] Un adicto rehabilitado que solicita no ser identificado recuerda haber visto a Chet completamente desnudo, buscando una vena intacta. Encontró una en sus testículos, pero tuvo que realizar varios intentos hasta conseguir pincharla con la jeringuilla. Después le fallaron las rodillas y se aferró a la pila del baño, gimiendo «solución salina». El exadicto reconoció los síntomas de una sobredosis y preparó la solución inmediatamente. Le dio la jeringuilla a Chet y, esta vez, éste acertó a la primera en una vena del cuello.
Varias horas más tarde, cuando Chet se hubo recuperado y se estaba vistiendo para ir a trabajar, el exadicto le preguntó:
«Eh, tío, ¿no te cansas nunca de este rollo?».
«Es un coñazo», respondió Chet. «Habitaciones de hotel, aeropuertos, encontrar músicos de acompañamiento. Odio salir de gira».
«No me refiero a eso», replicó el otro. «Me refería al jaco».
«Ah, eso», Chet se encogió de hombros. «En eso no pienso nunca».

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miércoles 4 de mayo de 2016

El jazz como metáfora de la libertad

Hoy ha salido a la venta Swing frente al nazi: el jazz como metáfora de la libertad, del escritor y trombonista estadounidense Mike Zwerin, otra de esas operaciones de rescate en las que nos estamos especializando de un tiempo a esta parte. Publicado originalmente en 1985 con el título La tristesse de Saint Louis y relanzado en el año 2000 en una edición ampliada que es la que ha servido de base para la nuestra, el libro de Zwerin es, al igual que Hollywood gótico o Señores del caos, una obra de auténtica referencia en su campo, inexplicablemente ausente hasta ahora en nuestro mercado. ¿De referencia he dicho? Sin duda, pues si bien ha habido esfuerzos posteriores que han tratado el mismo tema desde un punto de vista más académico (como el también inédito Different Drummers, de Michael H. Kater), la propia naturaleza del proyecto de Zwerin lo convierte en un punto de partida imprescindible para cualquiera interesado en ahondar en su premisa.

En primer lugar, se trata de una crónica personal destinada a describir los dos años que dedicó el autor a viajar por Europa entrevistando a supervivientes de la Segunda Guerra Mundial aficionados al jazz, por lo que abundan los testimonios orales de primera mano tanto de músicos profesionales (el propio Zwerin lo era) como de melómanos que sufrieron las consecuencias de que el régimen nazi prohibiese su música predilecta. En segundo lugar, la gran mayoría de los protagonistas de las historias aquí recogidas hace ya tiempo que fallecieron. El mismo autor recalca en el libro el hecho de que los testigos presenciales están empezando a caer como moscas a su alrededor mientras lo estaba escribiendo y se lamenta de no haber llegado a tiempo de entrevistar a algunos de ellos. Desde entonces, han pasado más de treinta años. A estas alturas, es muy probable que las historias que no se registraran entonces se hayan perdido para siempre, lo cual redobla la importancia de los testimonios aquí reunidos (testimonios de músicos como el checo Eric Vogel o el polaco Wiesław Machan, supervivientes que se vieron obligados a convertir precisamente lo que más amaban, la música, en una herramienta al servicio de los campos de concentración en los que fueron encerrados por los nazis*). Lamentablemente, también Mike Zwerin nos dejó en el año 2010, justo cuando abordamos por primera vez a sus representantes para editar aquí su libro.

Desgraciadamente, con el fallecimiento de Mike perdimos también la oportunidad de restaurar o escanear de nuevo gran parte de las imágenes del libro, ya que la mayoría procedían de colecciones privadas y personales y ni siquiera estaban en demasiado buen estado ya en su día. Mi idea original habría sido llevar a cabo el mismo proceso que realizamos con Hollywood gótico, mejorando en la medida de lo posible la calidad de los materiales a reproducir. Por desgracia, no ha sido posible y algunas de las imágenes recogidas en el libro se encuentran en un estado francamente lamentable. Pido públicamente disculpas por ello, si bien en última instancia me pareció que era necesario incluirlas aunque sólo fuese por el interés documental. Por si tenéis curiosidad al respecto, estoy subiendo al Tumblr de Es Pop la versión en color de algunas de las ilustraciones contenidas en el libro, así como otras imágenes curiosas relacionadas con el tema que fui encontrando mientras buscaba referencias para la traducción. Las tenéis todas reunidas aquí.

Swing frente al nazi rodeado de los libros que han ido acompañando su traducción.

La portada
Al contrario que en otras ocasiones, esta vez no va a haber un «cómo se hizo» de la cubierta del libro. En mi cabeza, desde el primer momento, sólo hubo un candidato a ilustrarla: Keko, dibujante extraordinario y autor o coautor de cómics formidables como La isla de los perros, Cuatro botas, Livingston contra Fumake y Yo, asesino. Por afinidad temática y poderío gráfico, no concebía encargársela a ningún otro, por lo que fue una verdadero golpe de suerte que Keko tuviera las ganas y el tiempo para ello. Un par de semanas más tarde, recibí un correo suyo en el que, suponía, me mandaría algunos bocetos e ideas. Lo que encontré al abrirlo, sin embargo, fue precisamente la imagen que podéis ver un par de párrafos más arriba, completamente acabada, junto al comentario: «¡La suerte está echada! A ver qué te parece mi propuesta, algo arriesgada debo reconocerlo». Arriesgada o no, una vez vista no había manera de quitársela de la cabeza. Que es precisamente el efecto que debería provocar una portada. ¿Para qué seguir buscando entonces? Y aunque luego dediqué bastante tiempo a probar distintas fuentes para el título, llegando a elaborar casi dos docenas de variantes, tampoco creo que merezca la pena colgarlas aquí. Baste decir que, al final, opté por la tipografía más discreta y menos llamativa de todas las que había probado; también la más fina, ahora que lo pienso. En realidad, creo que me limité a usar la que menos tapaba la ilustración sin dejarse comer por ella.

La música
Lo que sí hemos preparado es una nueva «banda sonora» inspirada en el texto de Swing frente al nazi. Aunque esta vez no ha sido posible contar con una selección musical realizada ex profeso por el autor del libro, no podíamos dejar pasar la ocasión que nos brindaba el tema para preparar una lista de sugerencias. Afortunadamente, casi todos los artistas y temas relevantes mencionados por Zwerin en su texto estaban en Spotify, entre ellos algunos particularmente curiosos como la versión de «Georgia on My Mind» grabada por Django Reinhardt junto a Freddy Taylor (el cual no recordaba la letra de la canción; fue un oficial de la Luftwaffe quien se la anotó en una servilleta), «Clementine» de Jean Goldkette (acreditada en Alemania a Jean and His Orchestra, porque Goldkette era un apellido judío), «Je suis Swing» (el sencillo con el que el francés Johnny Hess explotó el fenómeno zazou) o el frenético «Rhythmus» de Kurt Hohenberger (en cuya orquesta tocaba el clarinetista Ernst Hollerhagen, que en pleno régimen nazi levantaba el brazo para saludar a voz en grito: «Heil, Benny!», en honor a Benny Goodman). En resumen: más de dos horas de auténtico hot jazz, manouche, boogie woogie, swing nórdico, big bands de acento germánico y demás delicias sonoras de los años treinta y cuarenta. Espero que os guste.

* En un ejercicio de «traducción de método» que ahora me sonroja un poco confesar, durante los aproximadamente dos meses que estuve trabajando en Swing frente al nazi me obligué a leer únicamente libros sobre la Segunda Guerra Mundial, a ser posible de estilo bien variado. De todos ellos, únicamente Si esto es un hombre, de Primo Levi, dedica un par de párrafos a hablar de la presencia de músicos en Auschwitz. También Imre Kertész recuerda en Sin destino haber oído música en el campo de concentración, pero sólo cita el detalle de pasada.

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Jean de La Fontaine
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