Cultura Impopular

El blog de Espop Ediciones

viernes 15 de marzo de 2013

Cómic alternativo de los 90 – III

CAPÍTULO I
Segunda parte: Del tebeo como una de las bellas artes

Situémonos en 1980. Aunque en Europa hacía ya algunos añitos que en según que círculos intelectuales igual se alababa la técnica de Hergé o la ruptura de los esquemas tradicionales efectuada por Crepax, que el grafismo de Moebius o la capacidad evocadora de Hugo Pratt (e incluso podía estar mejor visto meterse en el cuarto de baño con un tebeo de Manara que con una revistucha), en Estados Unidos seguía faltando, en general, una conciencia del tebeo como arte. Cierto, Maurice Horn ya había publicado varios y estupendos libros y The Comics Journal llevaba cuatro años peleando por una crítica rigurosa que analizara el medio con la misma seriedad que pudieran aplicar Cahiers du Cinéma al cine o el suplemento literario de The New York Times a los libros. Aun así, esa idea más o menos extendida de que el tebeo pudiera ser una de las bellas artes seguía sin existir (y cuando digo extendida, me refiero a extendida entre la profesión; fuera de ella ha seguido sin estarlo hasta nuestros días, evidentemente). Todo cambió con la publicación aquel mismo año del primer número de Raw, una antología editada a medias entre Art Spiegelman y su mujer, Françoise Mouly, con origen en Arcade, revista creada en 1975 por el mismo Spiegelman junto a Bill Griffith. En principio la idea de ambos era la de sacar un sólo número que les permitiese materializar su concepto ideal de revista de tebeos, esperando que algún otro editor pudiese seguir sus pasos. Para ello seleccionaron algunas muestras de material europeo de su agrado y las alternaron con historietas de autores norteamericanos entregados a una exploración artística y experimental, tanto gráfica como narrativa, del medio. Unieron ambas vertientes en un formato tabloide inédito hasta entonces (casi reproducía las páginas al mismo tamaño que habían sido dibujadas o pintadas) y aplicaron unos criterios precisos y preciosistas tanto al diseño como a la producción. Era sin duda la apuesta más clara realizada en Norteamérica a favor de un producto de qualité que no renunciase a los experimentos formales. Al respecto, Spiegelman declara que sabía que iba a publicar «cosas que otras personas iban a encontrar muy pretenciosas. Pero en ocasiones es incluso necesario para un artista el arriesgarse a caer en la pretenciosidad, porque si no lo haces te estás cortando el paso a nuevas áreas de expresión sólo por miedo a pensar que alguien pueda creer que eres un capullo intelectual».

Art Spiegelman.

Además de conseguir unas buenas ventas en las escuelas de arte, Raw se convirtió casi de inmediato en una referencia tan decisiva dentro del panorama historietístico norteamericano que su continuidad se hizo obligatoria. «Tras haber finalizado el primer número, nos vimos más o menos empujados al segundo por los autores que querían participar en él», recuerda Spiegelman. Tardi, Swaarte, Muñoz y Sampayo y Martí por parte de los europeos, y Gary Panter, Drew Friedman, Ben Katchor, Charles Burns y el mismo Spiegelman a cuenta de los locales, fueron algunos de los más destacados. Los primeros números de Raw, sin embargo, parecían estar tan orientados hacia el futuro del cómic, tan enfocados hacia una nueva concepción de la historieta, que obviaban deliberadamente su pasado más cercano. La recién estrenada “alta cultura” del tebeo parecía rechazar al underground, con el mismo desprecio que el que en España se dedicaban entre sí los más descerebrados defensores de la línea clara y la línea chunga.
Al igual que sucedió aquí, los límites se fueron difuminando a medida que los autores fueron madurando y Raw abrió sus puertas a algunos ilustres veteranos. Charles Burns lo recuerda así: «Al principio Art dijo que no quería ningún historietista underground en su revista. Era como si sólo quisiera mirar hacia delante, hacia el futuro del cómic y las artes gráficas y, del modo en el que yo lo veo, en aquel momento existía la percepción de que los tebeos underground y hippies eran algo del pasado, era como volver la vista atrás. Lo que pasó después es que la gente se dio cuenta de que no importaba que aquella gente, Robert Crumb, Kim Deitch, Justin Green y muchos otros… hubieran formado parte del underground, porque continuaban realizando unos cómics estupendos». Y, efectivamente, así era. Sin embargo, tras una década, la de los setenta, en la que la principal sensación había sido la de naufragio (autores que dejaban de publicar, cerebros quemados por las drogas, Robert Crumb acosado por Hacienda…), el underground parecía haber quedado atrás. Muy atrás. Tanto, que casi no merecía la pena ni reflexionar sobre su indudable aportación al medio.

Primeros números de Raw y Weirdo.

Afortunadamente, en 1981 nació Weirdo. Una vez más, Robert Crumb daba el do de pecho creando y coordinando una antología que bien podría haber pasado por la versión gamberra de Raw. Dedicada principalmente al humor bruto y escabroso, destilando feísmo e incluso mal gusto a veces (esas horribles fotonovelas cutres), Weirdo cumplió a la perfección su papel de nuevo revulsivo para el medio. Abriendo sus puertas a gran cantidad de autores (muchos de ellos mediocres, todo hay que decirlo) que de otro modo no hubieran conseguido publicar más allá de los fanzines, Crumb consiguió renovar el panorama historietístico de principios de los ochenta, ofreciendo no una alternativa a Raw (aunque, como siempre, hubo integristas que así lo entendieron, y decidieron militar en un bando o en el otro; en el de los arties o en el de los cutres) y sí un estupendo complemento. Pronto, las diferencias empezaron a diluirse. Spiegelman, por ejemplo, empezó a publicar en Raw trabajos de autores habituales de Weirdo, como Kaz, Kim Deitch (que le brindó algunas de sus mejores páginas), o incluso el mismísimo Crumb (La maldición vudú de Jelly Roll Morton). Este último, por su parte, tras revelar al mundo los talentos de gente como Peter Bagge, Dori Seda. Dennis Worden o Drew Friedman, abadonó las tareas de coordinación en manos de Bagge y de su mujer, Aline Kominsky, quienes se aseguraron de que Weirdo siguiera evolucionando gracias a las aportaciones de Carol Lay, Jim Woodring, Julie Doucet o Carol Taylor, a la vez que recuperaban a grandes nombres del underground, como S. Clay Wison o Spain Rodríguez.

Robert Crumb visto por Charles Burns.

De Raw aparecieron 6 números entre 1980 y 1986, seguidos de otros tres en formato libro, editados por Penguin entre 1989 y 1991. Weirdo, por su parte, alcanzó la nada desdeñable cifra de 28 números, antes de desaparecer definitivamente en 1993. La influencia de ambas publicaciones ha sido decisiva para la educación de todos aquellos autores que maduraron a lo largo de los ochenta, y cuyo trabajo ha florecido en los noventa; es decir, precisamente los que a nosotros nos interesan. Aquellos que fueron lo suficientemente inteligentes como para beber de ambos cántaros a la vez, demostrando interés tanto por los logros artísticos de unos como por el desparpajo y la frescura de otros; aquellos capaces de tomar lo mejor de cada escuela, han acabado por despuntar como los autores más brillantes de su generación. Alguien como Joe Matt, por ejemplo, es indudablemente uno de los más destacados hijos espirituales de Crumb. Sin embargo, su preocupación por el diseño de sus tebeos, por la experimentación narrativa como único sustento de algunas de sus historietas y por el aspecto acabado y fluido de sus ilustraciones, delata de inmediato su asumida condición de artista. Alguien como Chris Ware, sin embargo, recurre a menudo a la brutalidad, la barrabasada e incluso a la escatología, pese a que su Acme Novelty Library sea el mayor paradigma de tebeo artístico de los noventa. ¿Cómo entender semejante actitud sin el referente del underground? El tebeo alternativo de los noventa se ha caracterizado, afortunadamente, por la variedad como constante; por la existencia de un melting pot o mestizaje referencial, que es sin duda el que ha llevado a que esta década sea, creativamente hablando, la más rica de la historia del comic-book norteamericano. Y eso, sin duda, es algo que tenemos que agradecerle a todos estos precursores. Ahora, entremos en materia.
Continuará.

Cómic , , Sin comentarios

viernes 8 de marzo de 2013

Cómic alternativo de los 90 – II

CAPÍTULO I
Primera parte: Antecedentes

Si tuviéramos que elegir un momento concreto que nos sirviera para fechar el nacimiento del tebeo alternativo norteamericano tal y como hoy lo entendemos, lo más lógico sería que nos inclinásemos por la aparición en 1982 del primer número del Love & Rockets de los hermanos Hernández. No obstante, como ya sabrán los lectores más avezados, todo nacimiento implica también un largo período de gestación previo; un origen específico y palpable que nos obliga a remontarnos a los inicios de la década de los años sesenta, una época caracterizada por la monolítica centralización del mercado del comic-book norteamericano.
Nadie hubiera podido prever, una década antes, que la enorme variedad de tebeos reinante en los quioscos fuera a desaparecer consumida en una llamarada de estupidez e histeria amparada nada menos que por el gobierno y la psiquiatría. Pero en 1954, el Dr. Fredric Wertham, un respetado profesional de cierta notoriedad pública, autor de libros como El cerebro como órgano: su estudio post-mortem y su interpretación o Leyenda oscura: un estudio sobre el asesinato, fundador en 1946 de la clínica Lafargue de Harlem, en la que se daba tratamiento psiquiátrico a los jóvenes con problemas, y especialista en psicología criminal, publicó su estudio The Seduction of the Innocent, en el que arremetía contra los tebeos, acusando a sus violentos contenidos de ser, en parte, responsables de fomentar la delincuencia juvenil. ¿Acaso es de extrañar que, en un país completamente soliviantado por la histeria anticomunista y dominado por el deseo de encontrar chivos expiatorios mediante los que expurgar los males de su sociedad, tal y como el senador McCarthy había expurgado Hollywood con su infame Caza de brujas, semejante afirmación se abriera paso hasta llegar al Comité del Senado de los Estados Unidos para la Delincuencia Juvenil? Ciertamente no.
El principal afectado por esta crisis fue Bill Gaines, propietario de EC Comics y editor de, entre otros muchos, tebeos como Tales from the Crypt y The Vault of Horror (de terror) o Crime Suspenstories (crimen), señalados directamente por Wertham como violentos y dañinos. Pero el pánico acabó por extenderse por toda la industria, y aunque el Comité llegó a la conclusión de que no había relación alguna entre los comic-books y la delincuencia juvenil, los mayores editores y los distribuidores se pusieron de acuerdo para crear un férreo sistema de autocensura que prohibiese la representación gráfica de crímenes, deformaciones físicas, relaciones prematrimoniales o adulterio, seres de ultratumba, drogas, injusticias sociales y, en definitiva, cualquier otra cosa que pudiera atentar contra la Gran Moral Americana y el pastel de manzana; había nacido el Comics Code. Todo tebeo que no llevara su sello de aprobación estaba condenado a que ningún distribuidor aceptara llevarlo hasta las tiendas. Evidentemente, ninguno de los tebeos de la EC (excepto Mad, que era de humor) pudo conseguir el sello, de modo que tuvieron que cerrar.

Quema de tebeos en 1954.

Para principios de la década de los sesenta, un lector de cómics ya sólo podía elegir entre dedicar su atención a unos superhéroes rebajados hasta el absurdo, a los tebeos de monstruos del espacio exterior o al eterno Archie. Otros géneros, como el romántico o el western, habían prácticamente desaparecido (¿cómo haces un western entretenido sin tiroteos y cómo le vendes un tebeo a una delicada jovencita cuando sus ultraprotectores padres creen tener todas las razones para desconfiar del medio?). El único modo de garantizarse una mínima libertad creativa, por tanto, fue recurrir a los fanzines, cuya edición vivió un auténtico auge durante la primera mitad de los sesenta. Aunque los títulos surgían como setas, bastará que centremos nuestra atención en tan sólo uno de ellos: Wild, cuyo número uno apareció publicado en 1961. Wild estaba editado por Don Dohler y Mark Tarka, dos jóvenes ociosos que, sin saberlo, acababan de crear el que puede ser considerado el más claro precursor de las revistas underground que iban a florecer a lo largo de la década. Aunque el grueso de los nueve números que aparecieron entre aquel año y el siguiente estuvo dedicado a textos del más variado pelaje, Wild también amparó los primeros trabajos de unos adolescentes Jay Lynch y Skip Williamson, famosos algunos años más tarde gracias a su posición como abanderados del underground, así como los de un imberbe Art Spiegelman, futuro premio Pulitzer por Maus. Dohler, por su parte, realizó su pequeña contribución al movimiento creando a Projunior, el primer y más manoseado héroe del underground, cuyo mito crecería al ser retomado a lo largo de la década por los más diversos autores (entre ellos Robert Crumb, quien incluso le añadió una novia, la cálida Honeybunch Kaminsky). La existencia de un foro de expresión adecuado para sus talentos, dotó a aquellos jóvenes autores de la confianza suficiente como para lanzarse a la creación de sus propios fanzines: Spiegelman realizó Blasé, Lynch y Williamson cimentaron su amistad colaborando en Smudge y Williamson en solitario se erigió como el principal responsable de Squire. Más o menos por aquellas mismas fechas, otro grupo de dibujantes, en este caso unidos por su origen texano, empezaba también a organizarse y a adquirir conciencia de colectivo; el formado por Gilbert Shelton, Foolbert Sturgeon y Jaxon*. Este último autor fue precisamente el firmante del primer comic-book underground tenido como tal; es decir, impreso en rotativa y distribuido de forma más o menos convencional. Se llamó God Nose y apareció en 1963, si bien el autor reconoció haberse inspirado en un minicómic anterior, Adventures of Jesus, creado y mimeografiado por su amigo Foolbert.

Portada de Wild e historieta de Projunior realizada por Robert Crumb.

Es cierto que en el fondo estos pequeños acontecimientos no pasaban de ser tiros al aire, y que si alguna importancia tienen es la que a posteriori les hayamos querido dar. Pero no por ello resulta menos innegable que algo estaba cambiando en el ambiente. No es casualidad, por ejemplo, que Harvey Kurtzman (padre putativo de la gran mayoría de dibujantes underground debido a su labor como guionista y creador de Mad) abriera en 1965 las puertas de Help, la revista que dirigía para el grupo Warren, a autores como Robert Crumb, Skip Williamson, Jay Lynch o Gilbert Shelton (algo que también se apresuraron a hacer las primeras revistas underground profesionales, como Yarrowstalks o The Village East Other). Tampoco resulta del todo comprensible, sin tener en cuenta el contexto, que autores ya establecidos y afianzados en la industria se animaran de repente a lanzarse al campo de la autoedición, como hizo Wally Wood en 1966 al crear Witzend, una antología completamente independiente en la que profesionales como Steve Ditko, Al Williamson o él mismo publicaron sus proyectos más personales, a la vez que brindaban la oportunidad de hacer lo propio a jóvenes como Vaughn Bodé o, de nuevo, Spiegelman.
Apenas un año más tarde, Jay Lynch y Skip Williamson aunaron sus esfuerzos para crear el magazine The Chicago Mirror, una revista que, aunque seguía los parámetros de otras publicaciones underground del momento (intercalar páginas de cómic entre los artículos), había ido aumentando progresivamente la cantidad de historietas incluidas en cada número durante sus tres primeras entregas. La intención de Lynch y Williamson era llegar a dedicar por lo menos el 50 % de la publicación al cómic (si bien no se planteaban pasar de allí por parecerles demasiado arriesgado). Sin embargo, un acontecimiento que iba a sacudir el medio hasta sus cimientos les hizo cambiar de idea: en marzo de 1968 empezó a distribuirse el número uno de Zap, un comic-book de humor íntegramente realizado por Robert Crumb.
Jay Lynch recuerda: «[Cuando salió el primer número de Zap] pensamos que Crumb realmente tenía huevos por atreverse a publicar aquello, pero no estábamos convencidos de que fuera a vender, porque los hippies eran muy snobs en lo que a consumir drogas se refería, y se tomaban todo el asunto muy en serio. Parecía faltarles el sentido del humor. Entonces Skip y yo decidimos que si el hippismo se estaba convirtiendo en aquello, podía irse a la mierda. De modo que reunimos todas las historietas que teníamos [ya preparadas para The Chicago Mirror], hicimos algunas más, y publicamos un comic book llamado Bijou Funnies».
También Gilbert Shelton se lanzó al campo de los comic-books en 1968. Y aunque su Feds’n’Heads Comics estaba compuesto principalmente de reediciones de material ya publicado, la coincidencia en el tiempo de estos tres títulos puso definitivamente en marcha todo un movimiento.

Números uno de Zap Comix y Bijou Funnies.

Apenas tres meses después de que hubiera salido el número uno, una nueva entrega de Zap, convertido ahora en antología, vino a reforzar el ambiente de euforia comiquera. Según Crumb, «[Rick Griffin y Victor Moscoso] hacían pósters psicodélicos en los que jugaban con motivos historietísticos y habían estado hablando de hacer un tebeo. Supongo que vieron el Zap nº 1 y se dijeron: “Bueno, podemos subirnos a este tren”. Contactaron conmigo y expresaron su interés por hacer cómics psicodélicos. Al mismo tiempo S. Clay Wilson llegó de Kansas también con la intención de dibujar historietas enloquecidas. Así que juntar todos aquellos intereses me pareció de lo más natural». A los autores ya mencionados, se les unieron posteriormente los no menos notables Shelton, Spain Rodríguez y Robert Williams, quienes terminaron de convertir a Zap en la joya de la corona de los tebeos underground.
Muy pronto, los títulos de los comic-books realizados en solitario o en colaboración se multiplicaron por decenas, dando lugar a una auténtica edad de oro del tebeo alternativo. Así mismo, las repercusiones del underground no tardaron en dejarse notar en la esfera del mainstream. Por una parte, autores como Gil Kane, que en 1968 se lanzó a la realización de las novelas gráficas Blackmark y His Name is Savage, vieron que existía la posibilidad de expresarse más allá de los límites impuestos por Marvel o DC. Por otra, los más avispados de entre los aficionados a los tebeos se dieron cuenta de que la edición no era algo que estuviese reservado únicamente a las grandes casas, lo que provocó que a lo largo de los setenta se sucedieran experiencias como la de Star Reach o la de Eclipse Comics, una iniciativa de los hermanos Jan y Dean Mullaney, que nació de su interés por publicar la novela gráfica Sabre, de Don McGregor y Paul Gulacy, cosa que hicieron en 1978. Eclipse se logró establecer más allá de su inicialmente prevista temporalidad y se convirtió en editorial dando a luz a Eclipse Magazine, una antología en la que autores de superhéroes como Steve Englehart y Marshall Rogers se dieron la mano con autores provenientes del underground, como Trina Robbins o Harvey Pekar. Acababa de nacer la primera editorial independiente dispuesta a hacerle la competencia al mainstream en su propio terreno; y su estela habría de ser seguida por muchas otras, como First, Comico o Dark Horse.
No menos importante para la evolución de una industria menos centralizada fue la aparición en diciembre de 1977 del primer número del Cerebus de Dave Sim, uno de los tebeos más importantes de la década debido a la repercusión que tuvo la firme y militante defensa de la autoedición manifestada por su autor. Aunque sin llegar a ser completamente alternativo por contenidos (nació como una parodia de Conan el bárbaro), Cerebus consiguió demostrar la viabilidad de un proyecto en el que el autor del tebeo ejerciera así mismo de empresario, manteniendo un riguroso control sobre todas las etapas de su creación**. Han pasado más de dos décadas y Cerebus se sigue publicando regularmente***.
El movimiento underground había demostrado que era posible crear una historieta al margen de la gran industria y de sus férreos códigos, tanto autocensores como económicos. Es más: había dotado al medio de una libertad creativa total. La supresión de los temas tabú y los enfoques imposibles es, a mi juicio, su contribución más admirable y su legado más persistente. Pero aunque los actuales autores de tebeos alternativos sean sin duda herederos de esa libertad creativa, no es menos cierto que también beben de otras fuentes no menos nutritivas.
Continuará.

* Aunque aún no había creado a los Freak Brothers que le darían la fama, Shelton llevaba desde 1959 produciendo tiras de Wonder Warthog (Super Serdo) para el periódico The Texas Ranger. Foolbert Sturgeon era el seudónimo de Frank Stack, futuro contribuyente de antologías como Blab! e ilustrador de obras como Our Cancer Year, de Harvey Pekar. A su vez, Jaxon era el seudónimo de Jack Jackson, quien algunos años más tarde, y ya con su nombre, firmó excelentes dramas históricos como Los Tejanos o Lost Cause (ambos en Fantagraphics).
** Paradójicamente, aunque los tebeos underground habían representado una alternativa mucho más radical que la de Cerebus, sus autores habían preferido ponerse en manos de editores como Last Gasp o Print Mint. Una excepción notable fue la de Gilbert Shelton, que se asoció con dos amigos para crear Rip Off Press. Como además de publicar sus trabajos este sello ha albergado también los de muchos otros autores, Shelton tampoco habría practicado el tipo de autoedición defendida por Sim, que básicamente se refiere a editar únicamente el material de uno mismo.
*** Nota desde el presente: Cerebus finalizó su andadura en marzo de 2004.

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Citando a Andy Warhol: Todo el mundo tiene sus quince minutos
de fama. Citándome a mí mismo: Ojalá no fuera así.
Mick Mars
Popsy