Cultura Impopular

El blog de Espop Ediciones

miércoles 27 de octubre de 2010

Nos vemos en la oscuridad

Megan Abbott. Foto: Joshua Gaylord

Si hay una mujer que actualmente pueda considerarse punta de lanza de ese nuevo movimiento que reinventa la novela negra norteamericana más tradicional desde un punto de vista femenino, esa es Megan Abbott. Por supuesto no es la única. Ya conocemos a Christa Faust y desde luego hay más autoras interesantes en activo, como Vicki Hendricks, de la que ya hablaremos más en profundidad próximamente. Pero por ahora, vamos a centrarnos en Abbott. Primero, porque probablemente, de las tres, es la que más popularidad está consiguiendo con sus obras, habiendo cosechado no sólo multitud de elogios por parte de algunos de los grandes popes del género, como el sempiterno James Ellroy, Allan Guthrie, Ken Bruen o Eddie Muller, sino también un aplauso unánime por parte de la crítica, que ha llegado a coronarla como «la nueva reina del noir«. Segundo, porque su novela Reina del crimen, galardonada en el año 2008 con el premio Edgar  (el más prestigioso que puede recibir una obra de misterio en Estados Unidos), será el cuarto título de la colección Es Pop Narrativa, que editamos a medias con los amigos de Valdemar. Y aunque aún faltan algunos meses para que salga al mercado, me ha parecido buena idea ir conociendo a través de unas cuantas entradas la carrera y la obra de esta todavía joven autora, cuya carrera está en estos momentos en pleno despegue. Empezamos hoy con «See You in the Darkness», un texto escrito originalmente para el blog de Mulholland Books, que Megan nos ha cedido amablemente para reproducir aquí. Me parece una buena carta de presentación y da buena muestra del tipo de temas que le interesan como autora: dilemas éticos, ambigüedad moral, sentimientos ocultos, crimen y venganza. En definitiva, todos los elementos de los buenos clásicos del género. Con ustedes, Megan Abbott.

Dos portadas de Richie Fahey para novelas de Megan Abbott.

Nos vemos en la oscuridad
Una fresca tarde de febrero del año 2008, Alan Gordon, el autor de novelas de misterio, me llevó a casa en coche tras la fiesta de lanzamiento de Queens Noir (Akashic, 2008), una antología de cuentos de género negro ambientados en mi distrito natal. Tanto Alan como yo vivimos en Forest Hills, un barrio bastante tranquilo en lo más profundo de Queens. Al acercarnos a la comisaría de la esquina de la calle Yellowstone con Austin, notamos cierto movimiento junto a la puerta principal. Entre los presentes había cámaras de televisión y periodistas inquietos. Al día siguiente Alan me envió un correo electrónico: “Han arrestado a la esposa del dentista por haber contratado a un asesino a sueldo para matarlo. Por eso había tantos equipos de televisión anoche frente a la comisaría. Mi mujer me ha dicho: «siempre he sabido que era un mal bicho»”.
Yo conocía vagamente el caso. En octubre de 2007, Daniel Malakov, un vecino de la zona descrito por los periódicos como «un miembro prominente» de la comunidad judía bukhari de Forest Hills, había muerto tiroteado en un parque infantil cercano delante de su hija de cuatro años. En última instancia, su esposa, la doctora Mazoltuv Borukhova, de la que vivía separado, acabaría siendo condenada de asesinato en primer grado y de haber conspirado con un primo lejano para asesinar a Malakov, con el cual estaba batallando fieramente por la custodia de su hija. La prueba clave: un silenciador casero abandonado en el lugar de los hechos. El silenciador llevó a los investigadores hasta el primo de Borukhova, cuyas huellas dactilares estaban registradas desde que cometiera el delito de haberse colado en el metro sin pagar el billete. Poco después, la policía descubrió que el primo y la doctora habían intercambiado noventa y una llamadas en las tres semanas precedentes al asesinato. Se descubrió el pastel.

Detectives de Queens conduciendo a la Dra. Borukhova al tribunal.

En mi respuesta al e-mail de Alan, recuerdo haber mencionado que toda la historia era, de hecho, un arquetípico relato de género negro:esposa contrata a hombre para que asesine a su marido, sólo para acabar viéndose atrapada por su propia telaraña de engaños. Perdición en la vida real. Pero, por supuesto, más allá de las convenciones del género, el caso apela a algo mucho más elemental relacionado con el perdurable gancho de la ficción criminal, particularmente del noir, con su énfasis en el caprichoso dedo del destino. Hay cierta tendencia a despreciar las novelas criminales como escapismo amarillento y trivial. Este desprecio siempre me ha parecido un intento nervioso por minimizar el auténtico atractivo, completamente visceral, que tiene el género: las novelas criminales no son relatillos desechables de consumo rápido, sino que apelan a nuestra misma esencia, a esas emociones a menudo dolorosamente irresistibles (y forzosas) que, a pesar de todas las capas de «civilización» y modernidad que tenemos encima, aún permanecen sin domar. Deseo. Avaricia. Ira. Venganza. Son motores atemporales. Universales.
Cuando leemos la noticia del dentista asesinado por su esposa, inevitablemente experimentamos sensaciones complicadas que pueden reflejar todo tipo de prejuicios relacionados con nuestras experiencias personales con la pérdida, con el fracaso matrimonial, con la intensidad del amor maternal o paternal. Hacen aflorar justo la misma maraña de sensaciones primarias que provoca la lectura de una novela criminal: esa sensación de que, a pesar de todos nuestros intentos por contener el caos o la mayor parte del caos en nuestro interior, a veces no podemos. A veces, las cosas se tuercen de una manera horrible.
En un artículo muy comentado para The New Yorker (“Iphigenia in Forest Hills”, 3 de mayo de 2010), Janet Malcolm se enfrenta durante casi treinta páginas no sólo al caso Malakov, sino a su respuesta personal ante el mismo ,y en su parte más interesante, a su declarada dificultad para creer, debido a un «prejuicio fraternal», que la refinada e hipereducada doctora Borukhova, con su cara de no haber roto jamás un plato, pudiera ser culpable de semejante crimen. Más aún, es incapaz de ocultar la simpatía que siente por su dilema en el caso de la custodia de su hija, su “viaje desde el despiadado desorden de la vida privada al inmisericorde orden del sistema legal». Un sistema legal que le arrebató dicha custodia al parecer por motivos arbitrarios. Pieza tras pieza, Malcolm repasa una historia cada vez más compleja, repleta de acusaciones de abusos sexuales y violencia doméstica. El caso acaba siendo un laberinto del que la propia autora no consigue salir, y ese laberinto se convierte en el corazón del artículo.

Fred McMurray y Barbara Stanwyck en Perdición, de Billy Wilder.

Cuando leemos novelas criminales que nos afectan, también nosotros podemos sentir que nos internamos en un laberinto, un laberinto que en última instancia conduce de nuevo hasta nosotros mismos. En mi caso, me pasa cuando leo a James Ellroy o a Ken Bruen o a George Pelecanos o a Raymond Chandler, cuyos héroes-detectives experimentan precisamente la misma incomodidad consigo mismos, con sus complejas simpatías, que la que nos muestra Janet Malcolm. Es el tipo de zona gris moral que provoca que nos revolvamos incómodos mientras estamos leyendo, pero a la vez vemos algo de nosotros mismos en ella, y no podemos desviar la mirada.
Supongo que lo que quiero sugerir es lo siguiente: cuando leemos estas novelas, estamos realizando un viaje interno hacia nuestras mejores y peores cualidades e impulsos. Por supuesto, cuando leemos o cuando vemos una serie en la tele, podemos juzgar. Algunas historias están diseñadas para facilitar ese juicio. Ley y orden, por ejemplo, está estructurada de tal manera que casi sea imposible sentirse incómodo o inseguro. Las cuestiones morales están decididas de antemano y podemos observar con la distancia que da la certeza total. Y hay un placer supremo en ello. Volviendo al caso Malakov, recuerdo haber saboreado el titular del New York Post que anunciaba: “MADRE ASESINA, FRÍA COMO EL HIELO HASTA EL MOMENTO DE SER DECLARADA CULPABLE». Aún sigo saboreando ese titular. Pero muchos relatos criminales no nos permiten adoptar esa distancia tan cómoda. Inevitablemente empezamos a identificarnos con todos los personajes «equivocados», con los impulsos más turbios, los motivos más oscuros. Y así comienza un baile: ¿cuánto nos acercarán nuestros contoneos al borde del abismo? ¿Cuánto nos permitiremos mirar hacia nuestro interior, experimentar sentimientos contradictorios, considerar los aspectos más sombríos de nuestra personalidad?
Con esto no pretendo sugerir que todos somos asesinos en potencia; que dadas ciertas circunstancias todos nos veríamos arrastrados a desesperados actos de violencia. Más bien, que las novelas criminales ponen al descubierto aquello que intuimos a un nivel más profundo: que nuestros corazones son un misterio incluso para nosotros mismos. Y que leer ficción criminal nos permite visitar clandestinamente nuestros rincones más secretos. Y cuando giramos la última página, sentimos cierto alivio al saber que podemos, por el momento, dejar de buscar. Podemos volver a sentirnos más cómodos con nosotros mismos. Podemos dejar el libro y empezar a fingir de nuevo.

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Un comentario

  1. Tengo muchas ganas de leer ya algo de esa escritora.Date prisa con la edición del libro jajaja.Saludos

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Emmanuel Carrère
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