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El blog de Espop Ediciones

martes 6 de octubre de 2009

Tocar cuando nadie escucha

Claw Hammer. Izquierda: Jon Wahl. Derecha: Chris Bagarozzi. Pincha para ampliar.
Fotos: Wild Don Lewis.

Hace un par de días me compré Deep in the Heart of Nowhere!, el recién editado disco en directo de Claw Hammer, un grupo de rock alternativo intenso y ruidoso, de guitarras densas y voces desgañitadas, que en ocasiones recuerda un poco a Mudhoney, pero con un curioso poso stoniano y, por extensión, bluesero que asoma cuando menos te lo esperas. En cualquier caso, no es recomendar el disco lo que me ha llevado a escribir esta entrada de hoy, sino hacer una reflexión un poco de abuelo Cebolleta que me ha suscitado el texto que viene impreso en su (bonita) carpeta. Está escrito por Bob Lee, el batería del grupo, y cuenta entre otras cosas lo siguiente:

«Tocar en un club de Dallas con capacidad para 750 personas ante sólo dos espectadores no fue en realidad el concierto más indigno de la gira norteamericana de Claw Hammer en la primavera de 1995. Tan memorable momento tuvo lugar dos semanas antes en Toledo, Ohio, donde nos habían pagado mil dólares, el mayor adelanto de toda la gira, para tocar durante noventa minutos en lo que parecía ser el vestíbulo de una discoteca para adolescentes. Durante una hora y media, vimos a unas quinientas personas desfilar desde la puerta hasta donde estábamos nosotros, quedarse ahí mirándonos durante menos de diez segundos y luego volver sobre sus pasos para descender las escaleras que conducían al sótano, donde un sistema de sonido más potente que el nuestro machacaba «Gin and Juice» para la apiñada muchedumbre. […] Para cuando llegamos a Dallas, no podía preocuparnos menos el número de asistentes. Tan pronto como llegamos al Trees, nos dimos cuenta de que no era un garito roquero, que era el único tipo de local en el que nos las apañábamos bien si era la primera vez que tocábamos en la ciudad. Joe, el técnico de sonido, sin embargo, estaba encantado, ya que según él tenían el mejor equipo de sonido con el que había trabajado jamás. Me aseguré de pasarle una cinta para que grabara el concierto a través de la mesa, y eso es lo que hoy tenéis en la mano.
»Mi recuerdo más vivido de aquella noche es que nos pusimos morados de tacos, burritos y chimichangas en un famoso restaurante mejicano que había a la vuelta de la esquina, y que regresamos bamboleándonos, tras haber perdido el sentido del tiempo, apenas diez minutos antes de la hora de empezar. Esto podría explicar por qué en este disco parecemos tan concentrados y compenetrados: estábamos demasiado ahítos como para dar botes sobre el escenario y además no había nadie para verlo. De modo que nos quedamos allí plantados, tocando todo el repertorio mientras intentábamos no vomitar nuestros refritos.
»Una cosa que recuerdo sobre los conciertos de aquella gira es que, musicalmente hablando, aprovechamos al máximo cada uno de ellos. Uno no puede deprimirse porque nadie vaya a ver el concierto, ya que eso es algo que nunca vas a poder controlar. Pero bajar del escenario sabiendo que lo que has hecho es una mierda, eso sí que es deprimente de cojones. Por ello, estábamos decididos a tocar tal y como queríamos que se nos escuchara, sin preocuparnos un carajo de todo lo demás.
»Y una cosa os voy a decir: aquellos dos tipos se quedaron pegados a sus sillas toda la noche y luego se acercaron a comprarnos unas camisetas cuando todo hubo terminado. ¿Mereció la pena el viaje? Los ejecutivos de Interscope [sello con el que acababan de firmar] podrían decir que no, pero para mí, joder, fue mucho mejor que un buen día en el trabajo».

Claw Hammer. Izquierda: Rob Walther. Derecha: Bob Lee. Pincha para ampliar.
Fotos: Wild Don Lewis.

Los recuerdos de Bob Lee me han traído a la cabeza de inmediato un artículo de Peter Leonard que leí la pasada semana en Bookgasm. En él, el hijo del novelista Elmore Leonard decía:

«Recuerdo que cuando tenía nueve años bajé las escaleras al sótano y vi a mi padre sentado frente a su escritorio, con una pared de bloques de hormigón a sus espaldas y un suelo de cemento visto bajo los pies. Estaba escribiendo a mano sobre unas hojas de papel amarillo y tenía la máquina de escribir situada sobre un soporte de metal junto a la silla. Al otro lado de la habitación, había una papelera roja de mimbre, rodeada de pelotas de papel amarillo, escenas que no funcionaban, páginas inservibles. Recordándolo ahora, aquello parecía una celda, pero mi padre no parecía ser consciente de su entorno; seguía concentrado en lo suyo, escribiendo una novela del oeste titulada Hombre, que posteriormente acabaría siendo una película protagonizada por Paul Newman. Cuarenta años más tarde, recuerdo haber visitado una tarde a mi padre al salir del trabajo. Elmore ya no escribe en un sótano de bloques de granito. Tras haber publicado 40 novelas y con una docena de guiones en su haber, ahora trabaja en el salón de su mansión en Bloomfield Hills, un pequeño barrio a las afueras de Detroit. Lo que me llamó la atención fue que su escritorio era prácticamente idéntico al que recordaba haber visto con nueve años. El mismo cuaderno de hojas amarillas, media docena de pelotas de papel alrededor de la papelera apoyada contra la pared, máquina de escribir eléctrica sobre un soporte metálico junto a la silla. Ningún ordenador a la vista. Sólo Elmore con sus vaqueros y sus sandalias y una camiseta azul marino de los Nine Inch Nails, hablando con entusiasmo de la escena inicial de su nuevo libro, titulado Un tipo implacable [publicado por Alianza en 2006]. Observando a mi padre, pensé: «He aquí un tío al que realmente le encanta lo que hace»».

Elmore Leonard. Foto: Alex Waterhouse-Hayward.

Y aquí es donde va el comentario Cebolleta: a veces me da la impresión, por algunos mails que me llegan y, sobre todo, por comentarios que leo en otros blogs, de que en mundillos como el del cómic, la literatura, el cine, la fotografía, las artes en general, hay cantidad de gente que aspira a vivir de esto sin haberse planteado si realmente disfruta de verdad haciéndolo, con la mirada puesta únicamente en las recompensas, pero sin haberse parado realmente a estudiar el trayecto que deberán seguir quieran o no; un trayecto que la mayor parte de las veces pasa por trabajar mucho, muy duramente y en un entorno muy competitivo, por lo que más te vale que lo que estés haciendo te guste DE VERDAD si no quieres acabar frustrado y algo resentido. Por eso me parecen particularmente valiosas lecciones como la de Leonard, escribiendo felizmente en su mísero sótano, o la de Claw Hammer, dejándose el resto sobre el escenario ante sólo dos espectadores. Y aquí lo importante no es quedarse con la copla de que al final la fortuna acabara recompensando la diligencia y el tesón de Leonard, sino ser consciente de que Claw Hammer acabaron fracasando y disolviéndose sin que eso importe en lo más mínimo, porque mientras estuvieron ahí hicieron lo que debían: disfrutar con su trabajo. Es por ello por lo que también quiero recuperar un texto del propio Elmore Leonard, parte de la introducción que escribió para la reedición más reciente del clásico de George V. Higgins The Friends of Eddie Coyle, que me parece también pertinente para este caso:

Robert Mitchum, otro que disfrutaba con su trabajo, en la adaptación
cinematográfica de Los amigos de Eddie Coyle.

«Antes de publicar Eddie Coyle, Higgins escribió no menos de diez libros que o bien descartó él mismo o fueron rechazados por los editores, quizá por el mismo motivo por el que The Big Bounce, mi primera novela ambientada en un entorno contemporáneo, fue rechazada en un total de ochenta y cuatro ocasiones por editores y productores cinematográficos. Los editores calificaban el libro de «deprimente», carente de personajes simpáticos… los mismos sobre los que sigo escribiendo treinta años más tarde. El por aquel entonces agente de Higgins leyó el manuscrito de Eddie Coyle, le dijo que era invendible y dejó de representarle. Dejemos que esto sirva de inspiración para aquellos aspirantes a escritor descorazonados por un rechazo tras otro. Si crees que sabes lo que estás haciendo, tienes que darle tiempo a los editores para que se pongan al día y abran los ojos».

¿La moraleja? El único camino pasa por no rendirse jamás, pero hacer eso me temo que sólo queda al alcance de personas realmente entregadas a sus pasiones. ¿Cómo ser capaz de escribir diez novelas seguidas, y soportar esos diez rechazos, uno tras otro, si lo que disfrutas no es el proceso sino la recompensa? Francamente, no creo que sea posible si no te gusta tocar cuando nadie escucha.

CreaciónLibrosMúsica , 4 comentarios

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