miércoles 4 de marzo de 2015
«No soy un tecnófobo. Me paso el día entero metido en Internet, todos los días, salvo cuando de verdad me pongo a escribir, e incluso entonces estoy sentado delante del ordenador, haciendo uso, a menudo, de materiales que he encontrado en la red. No es que tenga tecnofobia. Todas mis objeciones van dirigidas a la idea de que, de algún modo, se trata de una tecnología transformadora y liberadora, cuando a mi entender parece más bien una manera de perfeccionar la infiltración del libre mercado en todos los aspectos de la vida del ser humano. […] Creo que gran parte de la hostilidad [hacia mi persona] viene motivada por el hecho de que cuestiono la utilidad de las redes sociales. Ciertamente cuestiono el modelo de las redes sociales como manera de promocionar los libros y diseminar la información sobre ellos, porque la esencia de ese modelo es la autopromoción, y no me parece que la autopromoción constante sea un buen espacio mental para un escritor en activo. Creo que las redes sociales son un modelo pésimo para la cultura literaria. Los escritores están solos. Trabajan solos. Se comunican a través de la página terminada. Me parece horrendo exigirles que deban autopromocionarse en un medio gregario. Va en contra de todo lo que sé y entiendo sobre los buenos escritores de ficción. Una cosa no casa con la otra. Por supuesto, si pasas mucho tiempo en las redes sociales, no te va a gustar oírme decir eso. Creo que hay una hostilidad concreta hacia ese mensaje en particular. Pero me parece en cierto modo hilarante haberme convertido en el pararrayos de esa cuestión, porque ¿a quién le importa lo que pueda decir yo? ¿Por qué invertir tanta rabia en la opinión de una sola persona? ¿De verdad soy una manifestación del universo peor que Jeff Bezos? ¿O que la Apple Corporation? ¿O Facebook? ¿De verdad soy yo el malo? Me parece curioso».
De esta entrevista con Jonathan Franzen.
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Jonathan Franzen Sin comentarios
martes 13 de enero de 2015
Hace un par de días fallecía a los 77 años el novelista estadounidense Robert Stone, autor de libros como Una galería de espejos, Banderas al amanecer y La puerta de Damasco. Su afinidad con los movimientos contraculturales de los años sesenta y su experiencia como corresponsal de guerra en Vietnam confluyeron de manera memorable en Dog Soldiers, novela de 1975 que le convirtió en autor de referencia para varias generaciones de escritores (desde DeLillo y Ellroy hasta otros a priori alejados de su universo, como Franzen y Stephen King), así como en un verdadero punto de inflexión entre la “generación perdida”, el movimiento beat y la novela norteamericana contemporánea, con tintes de nuevo periodismo. Dog Soldiers fue adaptada al cine (Nieve que quema; Karel Reisz, 1978) y permaneció inexplicablemente inédita en España hasta que fue rescatada en 2010 por Libros del Silencio (que también editó otros dos libros suyos: Hijos de la luz y la autobiografía Recordando los sesenta). Vaya como pequeño homenaje una selección de extractos de esta magnífica entrevista realizada por William C. Woods en 1985 para la revista The Paris Review. Robert Stone, en sus propias palabras.
* * *
La ficción en prosa debe ante todo cumplir con las funciones tradicionales de la narración. Necesitamos historias. No podemos identificarnos a nosotros mismos sin ellas. Continuamente nos estamos contando historias acerca de quiénes somos: en eso consiste la Historia, en eso consiste el concepto de una nación o de un individuo. El propósito de la ficción es ayudarnos a responder a la pregunta que debemos estar planteándonos constantemente: ¿quién creemos que somos y qué creemos que estamos haciendo?
Lo que intento hacer yo siempre es definir ese proceso en la vida estadounidense que lleva a las personas a un estado de anomía o frustración. La promesa del sueño americano es tan enorme que su elusividad evoca una tremenda amargura. Ése era el tema principal de Fitzgerald y también es el mío. Muchísima gente pierde la cabeza en este país… Después de todo, están haciendo todo cuanto se supone que deben hacer y aun así no obtienen la recompensa.
Fue una relectura de El gran Gatsby lo que hizo que me planteara escribir una novela. Estaba viviendo en St. Mark’s Place, en Nueva York. En aquella época era otro mundo. Tenía veintitantos años. Decidí que había comprendido un par de cosas; entendía ciertos patrones de la vida. Me di cuenta de que no podía vender aquel conocimiento ni tampoco fumármelo, así que se me ocurrió escribir una novela. Empecé Una galería de espejos. Debí de tardar unos seis años en terminarla, una cantidad de tiempo terrible. Empecé a trabajar de verdad en la novela durante mi estancia en la Universidad de Stanford, gracias a una Beca Stegner que me llevó a California en el preciso momento en el que todo empezaba a volverse ligeramente loco. Así que pasé cantidad de tiempo que debería haber estado dedicando a escribir experimentando la muerte, transfiguración y renacimiento por LSD en Palo Alto. No era una atmósfera proclive a la productividad. Una galería de espejos fue algo contra lo que hice añicos mi juventud. Toda mi juventud acabó en ella. Metí todo cuanto sabía en aquella novela. Fue escrita durante unos años de cambios drásticos, no sólo para mí, sino para el país. Cubre los años sesenta desde el asesinato de Kennedy y el movimiento por los derechos civiles hasta el comienzo del ácido, los hippies, la guerra…
[Escribir] es condenadamente duro. En realidad a nadie le importa si lo haces o no. Tienes que obligarte tú mismo. Yo soy bastante perezoso y sufro como resultado. Por supuesto, cuando fluye bien, no hay nada en el mundo que se le pueda comparar. Pero también es una actividad muy solitaria. Si haces algo con lo que te sientes verdaderamente satisfecho, te encuentras en la loca posición de estar eufórico tú solo. Recuerdo haber terminado una parte de Dog Soldiers (el final del paseo de Hicks) en el sótano de una biblioteca universitaria, trabajando de noche, con el edificio cerrado a cal y canto. Salí abrumado por las lágrimas, hablando solo, y fui a darme de bruces con un guardia de seguridad. Resulta duro descender del subidón que te produce tu propio trabajo. Es uno de los motivos por los que los escritores le dan a la botella. El entusiasmo que te provoca el trabajo se convierte en la depresión del día después. Pero si intentas compensarlo con demasiado whisky, al día siguiente no estás en condiciones de seguir adelante. Cuando era joven era capaz de aguantar las resacas, pero ahora tengo que irme temprano a la cama.
Estuve en el momento indicado en el momento adecuado para ver [el cambio fundamental vivido por la cultura estadounidense entre la generación beat en los cincuenta y la contracultura de los sesenta]. Empezó con En el camino de Jack Kerouac cuando yo aún estaba en la marina. Mi madre me recomendó que lo leyera. Probablemente soy la única persona a la que su madre le recomendó En el camino. Me resulta muy difícil retrotraerme y pensar qué fue lo que me transmitió en su momento. Ahora lo hojeo y lo único que soy capaz de ver es a Neal Cassady. Llegué a conocerlo. El libro es un maravilloso retrato suyo, pero apenas le veo valores más allá. Es como leer algo escrito por un individuo puesto de anfetas. Puede que sea una valoración poco amable, pero sinceramente lo encuentro excesivamente sentimental. Como digo, no estoy seguro de por qué me conmovió en su momento. Supongo que debía de ser la tan americana tradición de la carretera. Casi puedo recordar cómo era aquello. Pensar en el gran continente, los cruces en las ciudades, el mito del viajero en el arcén. Me recordó cómo, a cada tanto, mi madre y yo emigrábamos en busca de algún sitio donde las condiciones parecieran más prometedoras, como Chicago o donde fuese. Una vez llegamos hasta Nuevo México. No recuerdo qué era lo que buscábamos. Pero en cualquier caso era una búsqueda. Normalmente terminábamos dependiendo de la beneficencia e intentando escapar de donde fuera que estuviéramos. Una vez fuimos a Chicago y acabamos en un refugio del Ejército de Salvación en la zona norte, porque nos habíamos quedado sin dinero. Nos quedamos allí tanto tiempo como el Ejército de Salvación nos lo permitió, hasta que, de algún modo, mi madre consiguió reunir dinero suficiente para volver a Nueva York. Cuando regresamos, nos pasamos dos noches durmiendo en una azotea. Era descabellado. Pero me fue útil. Por una parte, me infundió un miedo al desorden, pero por otra era un romance con el mundo, las estaciones de autobuses y cosas así.
La violencia es una de mis preocupaciones. Acontece en mis novelas en niveles quizá desproporcionados. Pero la fortuna me ha deparado observarla en grandes cantidades y tengo que reflexionar al respecto. Intento contener mis temores a través de lo que escribo. En cierto modo utilizo a mis personajes como chivos expiatorios para que paguen mis deudas, para que alejen el peligro de mi pellejo atrayéndolo con los suyos. Cada vez que un conflicto irrumpe en tu vida, el primer impulso es recrearlo: convertir el desastre en anécdota o arte. Es verdad que abordo muchas cosas negativas y espantosas, pero no escribo para deprimir a los lectores. Escribo para infundirles coraje, para hacer que se enfrenten a la realidad de las cosas de una manera más valerosa.
Es literalmente cierto que el mundo es visto por las superpotencias como un mapa cuadriculado con objetivos específicos. Todos estamos en los mapas militares. Puede darse la circunstancia de que no se esté desarrollando ninguna acción en esas zonas en el momento presente, pero están ahí. Y luego están las guerras que luchamos contra nosotros mismos en nuestras propias ciudades. La verdad es así de simple: allá donde estés, hay un ejército armado a escasa distancia.
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Robert Stone Sin comentarios
martes 9 de abril de 2013
El viernes pasado fallecía, tras una larga y esforzada pelea contra el cáncer, el que probablemente fuese, con permiso de doña Pauline Kael, el crítico de cine más conocido del mundo: Roger Ebert, sin lugar a dudas uno de nuestros héroes aquí en Cultura Impopular (¿qué otro crítico conocéis que haya escrito guiones para películas de Russ Meyer y que afirmara haber aprendido el oficio leyendo la revista Mad?). Para alguien como yo, que no cree en la crítica objetiva y que por lo general desconfía de quien dice practicarla, Ebert ha representado durante mucho tiempo uno de esos raros oasis en los que refugiarse del dogmatismo y la escasez de miras propios de aquellos que piensan que la función del crítico consiste en sentar cátedra, cuando no dictar sentencia. Al margen de que pudiera estar de acuerdo o no con sus valoraciones (y muchas veces no lo estaba), el hecho es que la lectura de los textos de Ebert me motivaba una curiosidad, unas reflexiones y un placer que no suelo hallar, por desgracia, en los de la mayoría de críticos actuales. Y no se trata, como digo, de un problema simplemente de gustos, sino de respeto. Respeto por los creadores (cuya obra hay que desentrañar e intentar comprender en sus propios términos en vez de limitarse a la simple valoración a partir de unos criterios y prejuicios establecidos de antemano) y por supuesto respeto por el lector. En resumen: no me interesa el crítico que pontifica cual baquiano convencido de que sólo hay un camino correcto, pero sí me estimula y mucho el crítico capaz de entablar un diálogo consigo mismo y con la obra (el que plantea, indaga, se debate). En mi opinión, Ebert era uno de los más destacados entre estos últimos y desde luego uno de los que más claramente ha influido en mi propia manera de ver la crítica. Vaya pues como homenaje este pequeño extracto de sus comentarios a una de mis películas fetiche, Dark City, en los que además de hacer gala de su buen ojo desarrolla una reflexión de lo más oportuna: la experiencia fílmica (y con la literaria pasa exactamente lo mismo) depende por completo del punto de encuentro al que quieran o sepan llegar el creador y el receptor de la obra en un momento y circunstancias determinadas. Mis críticas favoritas son precisamente aquellas capaces de explorar el cómo y el por qué de esa experiencia de una manera debidamente contextualizada. Pero de contextos ya seguiremos hablando en una próxima entrada. Por ahora, os dejo con Roger Ebert.
Roger Ebert con el tío Russ.
El gabinete de Sir John Soane
Sir John Soane vivió a finales del siglo XVIII y fue uno de los grandes arquitectos de su tiempo en Londres. […] Algunos de sus cuadros resultan intrigantes porque en ellos reunía varios diseños de edificios que había construido o que quería construir y los juntaba todos en un paisaje urbano imaginario, muy cerca unos de otros, casi apilados, comprimidos, porque por grande que fuera el lienzo siempre tenía más diseños que espacio. De modo que cuando vi Dark City inmediatamente pensé en Sir John Soane. Los edificios se hallan compactados con gran densidad, muy cerca unos de otros, y hay capas sobre capas, tranvías y pasos elevados, arcos que conducen a pasajes subterráneos, edificios con elementos clásicos. Y cuando uno contempla todos esos paisajes urbanos tiene recuerdos no de una ciudad real, sino de una ciudad tal como existe en la imaginación de un arquitecto. Y, ciertamente, cuanto más averiguamos acerca de la naturaleza subyacente de Dark City y cómo se ve modificada cada noche por los Ocultos, nos damos cuenta de que lo que están haciendo es una ciudad nueva a partir de ideas previas, como los arcos y los detalles arquitectónicos que pueden recombinar de diversas maneras. Por todo ello sentí que el espíritu de Sir John Soane estaba realmente presente en la película, completamente al margen de que Alex Proyas o su director artístico hubieran tenido a no algún interés en su obra. Esa no es la cuestión. Lo que importa es que ambos han explorado un mismo concepto: el del paisaje urbano imaginario e idealizado.
Perspectiva de varios diseños para edificios públicos y privados ejecutados
por John Soane entre 1780 y 1815, cuadro de Joseph Michael Gandy.
[…] El hecho de que el doctor Schreber tenga el nombre de una persona real es también interesante, pues el auténtico Schreber fue al parecer un esquizofrénico que escribió un libro en el que exploraba su condición en un momento en el que aún era poco conocida y estudiada. Y su libro pasó a ser extremadamente valioso para Freud y creo que también para Jung. En Dark City tenemos una serie de personajes que técnicamente están viviendo vidas esquizofrénicas, en el sentido de que son distintas personas dependiendo del día. Se trata de una esquizofrenia impuesta. En otras palabras: hoy puedes ser un asesino, mañana serás un revisor, al otro trabajas en un restaurante o cualquier otra cosa. […] Y resulta irónico que sea Schreber, el personaje inspirado por un hombre que tuvo problemas con la realidad y la esquizofrenia, quien inyecta las personalidades a todos los demás. Es una manera interesante de utilizar el nombre para evocar eso en cierto modo. En mi reseña original de la película también me pareció interesante que el nombre del detective fuera Bumstead. Nueve de cada diez personas asociarían el nombre con Dagwood Bumstead, pero si estás en el mundo del cine automáticamente piensas en Henry Bumstead, uno de los grandes directores artísticos de todos los tiempos. Así que la pregunta es: ¿y si nunca has oído hablar de Schreber? ¿Y si crees que Bumstead hace referencia a Dagwood? ¿Perjudica eso tu experiencia como espectador? Y yo no lo creo. Creo que cuanto más sepas, más interesante puede parecerte, pero tampoco es necesariamente fatal que lo que no sepas. Creo que se puede disfrutar de una buena película únicamente a partir de lo que sea que estés extrayendo personalmente de ella. Y para ello no es necesario captar todas las referencias. Lo único que pasa si las ves es que pueden aportarte asociaciones y pueden aportarte ideas de en qué cosas estaba pensando el director… o a lo mejor no. Porque con frecuencia, creo, uno puede aportar a una película ideas que el director ni había tenido ni había insertado deliberadamente en ella. Pero eso está bien; más de un director me ha dicho que, una vez terminada, la película deja de ser suya. Que una vez terminada, la película existe entre la pantalla y la mente del espectador. Existe en ese espacio entre medias. Y la película ya no es lo que tenía el director en la cabeza, sino lo que sea que suceda ahí dentro, en ese espacio. De modo que se trata de un verdadero encuentro de mentes. Todo lo que se ve en la pantalla es la mente del director; todo lo que llevas tú dentro es la tuya. Y ambas se juntan para crear esta película que en realidad puede que ninguno de los dos veáis exactamente del mismo modo.
Adenda: mientras preparaba esta entrada, han aparecido en Internet dos entrevistas que contienen reflexiones no sé si similares sobre el papel y la función de la crítica, pero que a mí desde luego me han parecido interesantísimas. Una es esta de Kike Infame con Alberto García, crítico y editor de cómics, y otra es esta del propio Alberto al cineasta e historietista Carlos Vermut. Dos lecturas muy recomendables en cualquier caso.
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martes 29 de enero de 2013
Hace poco, buscando referencias para otro trabajo del que próximamente hablaré por aquí, me encontré de casualidad con esta entrevista con Donald Westlake, realizada en 1997 por Jesse Sublett para el periódico The Austin Chronicle. En ella, el creador de Parker habla, entre otras cosas, de su labor como guionista de Los timadores, la excelente película de Stephen Frears basada en la novela homónima de Jim Thompson que en 1990 le supuso una nominación al Oscar al mejor guión adaptado (desgraciadamente fue el año de Bailando con lobos y Westlake se volvió a casa, muy injustamente en mi opinión, sin la dorada estatuilla). Como para este año tengo pensado incluir bastantes contenidos relacionados con Jim Thompson en el blog, el hallazgo me ha parecido un buen augurio y aquí lo traigo, convenientemente traducido.
TAC: ¿Experimentó alguna sensación extraña al colarse en la cabeza de Jim Thompson mientras escribía Los timadores?
DW: Sí, he estado a ambos lados de la barrera, he sido el novelista al que otro adapta y he sido el adaptador que adapta la novela de otro, así que he estado a ambos lados. Mi sensación es que la tarea del guionista es transmitir las mismas sensaciones que el autor original, aquello que pretendiese conseguir éste al plasmarlas sobre el papel. Sus puntos de vista sobre el mundo, sus actitudes, su enfoque, sus intenciones. Nunca podrás incluirlo todo tal cual, puede que consigas respetar parte de los diálogos, puede que puedas respetar algunas escenas, pero es un medio distinto. En el caso de Thompson, se trata del escritor más nihilista nacido en Norteamérica. Como dijo no recuerdo quién, todas sus novelas terminan cuando sus personajes van al infierno. Quiero decir, que simplemente van al infierno. El equipo que hizo Los timadores era maravilloso, incluido el diseñador de producción, Dennis Gassner. Él y Stephen Frears decidieron que al principio de la película no aparecería el rojo, hasta tal punto que en una de las primeras secuencias, un diálogo en Los Ángeles entre John Cusack y un policía, se ve de fondo un aparcamiento que ocupa unas dos manzanas. Y alguien se percató de que había un coche rojo como a manzana y media de distancia. Así que fueron corriendo con una lona para taparlo. Porque querían ir introduciendo el rojo paulatinamente hasta llegar al final de la película, cuando Anjelica Huston se monta en el ascensor con un vestido rojo-rojísimo, iluminada por una potente luz blanca, metida en una caja negra, y Stephen dijo que ese era su descenso a los infiernos.
De modo que intentamos hacer a nuestro modo lo mismo que hizo Thompson al suyo. La cuestión es que Thompson se veía obligado a escribir muy rápido a cambio de muy poco dinero; él sabía que era capaz de hacerlo mejor. Pero no podía hacer nada al respecto, salvo seguir produciendo a macha martillo, y eso es algo que se puede ver en sus libros, particularmente si haces como tuve que hacer yo y analizar el funcionamiento de la trama. Entonces te das cuenta de que, oh, debería haber introducido este elemento en la página 30, pero no se le ocurrió hasta que iba por la 50 y ni de coña piensa volver atrás para reescribir la página 30, así que lo introduce en la 50. Pero yo puedo cogerlo y volver a colocarlo allí donde debería estar. De modo que siempre digo que lo que hice fue darle a Jim Thompson la revisión que él nunca tuvo tiempo de hacer por sí mismo.
Donald Westlake según Darwyn Cooke.
TAC: Eso está muy bien. He discutido con individuos que le ponen pegas a lo que ellos consideran errores técnicos en su prosa, y yo siempre les digo que están meando fuera de tiesto. Un libro de Thompson es algo que se vive como una experiencia. No puedes juzgar su obra según los cánones convencionales.
DW: Sí. Tenía mucho talento y muchísima convicción, en el sentido de que estamos hablando de un tipo que quiere contar historias en las que todo el mundo acaba yendo al infierno, pero debe hacerlo en términos lo suficientemente comerciales para que le permitan pagar el alquiler. Es como si tuviera un vendaval de cola que lo estuviera empujando a toda velocidad hacia delante y se ve obligado a hacer lo que pueda teniendo en cuenta las circunstancias. Dejarse llevar por él es algo a la vez emocionante y aterrador. Fue un trabajo de lo más interesante, la verdad. Y luego la viuda y las hijas de Thompson vinieron a la fiesta de después del estreno en Los Ángeles y todas son altísimas, todas pasan del metro ochenta… ¡y todas eran idénticas a Anjelica en la película! Y yo no hacía más que pensar: oh, Dios mío; oh, Jesús.
TAC: ¿Le suena de algo Paddy Mitchell, el ladrón de bancos?
DW: No, no creo haber oído hablar de él.
TAC: Hay un buen artículo sobre él en el especial moda de otoño de GQ, el que tiene a Sean Penn en la portada. Hasta hace poco, Paddy era un ladrón de bancos de mucho éxito y, al igual que Parker, se hizo la cirugía estética para ocultar su identidad. Ahora que lo han detenido, en vez de decir que lamenta sus crímenes y que debía encontrarse bajo alguna influencia perversa o algo, dice: «Ni hablar. ¡Pero si me lo estaba pasando bomba!».
DW: Conozco a un tipo llamado Al Nussbaum, la última vez que tuve algún contacto con él estaba en San Francisco, y no estoy seguro de si habrá muerto o seguirá con vida. Estaba condenado a perpetua en San Quintín por atracar un banco debido a que su socio mató a un guarda durante el robo y por lo tanto a él también lo declararon culpable de asesinato. Se hizo escritor estando en la cárcel. Era muy agudo y muy divertido y siempre decía: «No me reformé, simplemente perdí el valor. Pero todavía me parece una manera sensata de ganar dinero. Si quieres dinero, tiene que ser sensato ir allí donde tienen y obligarles a que te den algo».
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domingo 28 de octubre de 2012
A primeros de los ochenta, la empresa papelera norteamericana International Paper creó una curiosa campaña publicitaria. Reunidos bajo el eslogan «Creemos en el poder de la palabra escrita», publicaron una serie de textos educativos relacionados con la redacción y la lectura firmados por destacadas figuras de la cultura del momento. ¿Algunos ejemplos? «Cómo disfrutar de la poesía», por James Dickey; «Cómo deletrear», por John Irving; «Cómo escribir una carta de negocios», por Malcolm Forbes; o «Cómo leer más rápido», por Bill Cosby. Si os apetece echarles un vistazo, encontraréis toda la serie reunida aquí en un sólo PDF (en inglés). Yo mientras tanto, a modo de muestra, he ido traduciendo esta aportación de un autor que tiene tendencia a asomar de vez en cuando por Cultura Impopular: Kurt Vonnegut y su guía para «escribir con estilo». Que la disfrutéis.
Cómo escribir con estilo
Por Kurt Vonnegut
Los periodistas y los escritores técnicos están entrenados para no revelar prácticamente nada sobre ellos mismos en sus escritos. Esto los convierte en anomalías en el mundo de los escritores, ya que casi todos los demás desgraciados manchados de tinta que habitan ese mundo revelan cantidad de cosas sobre sí mismos a los lectores. A estas revelaciones, accidentales e intencionales, las llamamos elementos de estilo. Dichas revelaciones nos indican a los lectores que clase de persona es aquella con la que estamos pasando el tiempo. ¿Parece el escritor ignorante o informado, estúpido o despierto, deshonesto o sincero, jugetón o carente del sentido del humor? Etcétera, etc.
¿Por qué deberías examinar tu estilo de escritura con la intención de mejorarlo? Hazlo como muestra de respeto por tus lectores, escribas lo que escribas. Si garrapateas tus ideas de cualquier manera, probablemente tus lectores percibirán que ellos no te importan en lo más mínimo. Te tendrán por un ególatra o un cabeza de chorlito… o peor, dejarán de leerte.
La revelación más condenatoria que puedes hacer sobre ti mismo es que no distingues entre lo que es interesante y lo que no. ¿No te pasa a ti también que te gustan o disgustan escritores principalmente por lo que eligen mostrarte o por aquello en lo que te hacen pensar? ¿Alguna vez has admirado a un escritor cabeza hueca únicamente por su dominio del idioma? No.
De modo que tu estilo ganador debe comenzar con ideas en la cabeza.
1. Encuentra un tema que te importe
Encuentra un tema que te importe y que pienses de corazón que debería importarle a los demás. Este afecto genuino, y no los juegos con el lenguaje, será el elemento más atractivo y seductor de tu estilo
No te estoy animando a que escribas una novela, por cierto, aunque no lamentaría que lo hicieras, siempre y cuando sientas un interés genuino por algún tema. Una reclamación al alcalde acerca de un bache delante de tu casa o una carta de amor a la vecina de al lado bastará.
2. Pero no divagues.
No voy a divagar sobre ello.
3. Conserva la sencillez
En cuanto al uso del lenguaje: recuerda que dos grandes maestros del lenguaje, William Shakespeare y James Joyce, escribían frases que parecían casi infantiles cuando sus temas eran los más profundos. «¿Ser o no ser?», pregunta el Hamlet de Shakespeare. La palabra más larga tiene tres letras. Joyce, cuando se sentía juguetón, podía enhebrar una frase tan intrincada y deslumbrante como un collar para Cleopatra, pero mi frase favorita de su cuento «Eveline» es esta: «Estaba cansada». Alcanzado ese punto en el relato, ninguna otra palabra podría partir el corazón del lector tal como lo hacen esas dos.
La sencillez del lenguaje no es sólo respetable, sino quizás incluso sagrada. La Biblia se abre con una frase propia de las habilidades de un enérgico muchacho de catorce años: «En el principio Dios creó los cielos y la tierra».
4. Ten redaños para cortar
Podría ser que también tú seas capaz de confeccionar collares para Cleopatra, por así decirlo. Pero tu elocuencia debería estar al servicio de las ideas en tu cabeza. Tu regla debería ser la siguiente: si una frase, al margen de lo maravillosa que sea, no alumbra tu tema de algún modo nuevo o útil, prescinde de ella.
5. Respeta tu voz
El estilo de escritura que te resulte más natural tendrá necesariamente ecos de los modismos con los que te hayas criado. El inglés era el tercer idioma del novelista Joseph Conrad, y todo lo que tiene de ácido su uso del inglés se debe sin duda en parte a su primer idioma, que fue el polaco. Y afortunado es, ciertamente, el escritor que se ha criado en Irlanda, pues el inglés que se habla allí es chispeante y musical. Por mi parte, yo crecí en Indianápolis, donde el acento habitual suena como una sierra de arco cortando hojalata y lo normal es utilizar un vocabulario tan desnudo de ornamentos como una llave inglesa.
En algunas de las cuencas más remotas de los Apalaches, los niños crecen oyendo todavía canciones y locuciones de tiempos isabelinos. Sí, y muchos norteamericanos crecen oyendo otros idiomas aparte del inglés o un dialecto del inglés que la mayoría de los norteamericanos no entienden. Todas estas variedades del habla son hermosas, igual que lo son las variedades de mariposas. Al margen de cuál sea tu primer idioma, deberías atesorarlo toda la vida. Si sucede que no es inglés estándar y que aparece cuando escribes en inglés estándar, el resultado es habitualmente una delicia, como una chica muy hermosa con un ojo verde y el otro azul.
Por mi parte, nunca me fío más de mi escritura, y otros parecen hacerlo igual, que cuando sueno como una persona de Indianápolis, que es lo que soy. ¿Qué otras alternativas tengo? La que con más vehemencia me recomendaban mis profesores habrá sido sin duda la que te habrán insistido a ti: escribir como un inglés cultivado de hace un siglo o más.
6. Di lo que quieres decir
Tales profesores solían exasperarme, pero ya no. Ahora entiendo que todos aquellos antiguos ensayos e historias con los que debía comparar mi trabajo no eran magníficos por su arcaísmo ni por su lejanía, sino por decir precisamente lo que sus autores pretendían que dijeran. Mis profesores deseaban que yo escribiera con exactitud, siempre seleccionando las palabras más efectivas, y relacionando las palabras unas con otras sin ningún tipo de ambigüedad, rígidamente, como partes de una máquina. Los profesores no querían convertirme en un inglés, después de todo. Esperaban que acabara siendo inteligible, y por tanto entendido. Y ahí terminó mi sueño de hacer con palabras lo que Pablo Picasso hacía con pintura o lo que varios ídolos del jazz hacían con música. Si rompía todas las reglas de la puntuación, hacía como si las palabras significasen lo que a mí me daba la gana que significasen, y las unía de cualquier manera, simplemente nadie me comprendería. Y también tú harás mejor en olvidarte de escribir en plan Picasso o en plan jazzístico, si tienes algo que merezca la pena ser contado y deseas ser comprendido. Los lectores quieren que nuestras páginas se parezcan a otras páginas que ya han visto con anterioridad. ¿Por qué? Porque también ellos tienen un trabajo duro que hacer y necesitan toda la ayuda que podamos proporcionarles.
7. Compadécete de los lectores
Tienen que identificar miles de pequeños signos sobre el papel y encontrarles sentido de manera inmediata. Han de leer, un arte tan difícil que la mayoría de la gente ni siquiera lo domina de verdad incluso tras haberlo estudiado durante toda la primaria y el instituto, doce largos años. De modo que esta discusión debe finalmente reconocer que nuestras opciones estilísticas como escritores no son ni numerosas ni glamurosas, ya que nuestros lectores están destinados a ser artistas imperfectos. nuestro público requiere de nosotros que seamos profesores pacientes y comprensivos, siempre dispuestos a clarificar y a simplificar, mientras que nosotros preferiríamos volar alto por encima de la multitud, cantando como ruiseñores.
Esas son las malas noticias. Las buenas es que como norteamericanos estamos gobernados por una Constitución única que nos permite escribir lo que se nos antoje sin miedo al castigo. Así que el aspecto más decisivo de nuestros estilos, aquello sobre lo que elegimos escribir, es completamente ilimitado.
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viernes 13 de julio de 2012
Además de escribir ficción, Keith Rawson es un incansable divulgador del pulp. Como colaborador habitual de LitReactor y Spinetingler Magazine, ha realizado diversas entrevistas a algunos de los más importantes autores de la narrativa negra y criminal, entre ellos a Vicki Hendricks, a la cual grabó con motivo del lanzamiento de su recopilación de cuentos Florida Gothic Stories. Keith ha tenido la gentileza de cedernos su entrevista, de la cual hemos extractado y subtitulado el fragmento que encontraréis arriba. Si tenéis ganas y tiempo, no dejéis de echarle un vistazo a la página de Keith en Vimeo, donde podréis ver más entrevistas con autores como James Sallis, Michael Connelly o Charlie Huston.
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Noir, Poesía cruel, Vicki Hendricks Sin comentarios
sábado 31 de marzo de 2012
Es muy probable que la mayoría de vosotros ya conozca Letters of Note, un interesantísimo blog editado por Shaun Usher dedicado a reunir, como su propio nombre indica, cartas dignas de mención y «correspondencia merecedora de una mayor difusión». Entre todas las cartas reunidas por Usher hay muchísimas verdaderamente notables y os animo a que exploréis sus archivos en profundidad. Ésta que hoy os traigo es una de las más recientes en incorporarse a la colección y me ha parecido particularmente apropiada para estos tiempos crispados y regresivos que corren. Es una carta enviada el 16 de noviembre de 1973 por un cabreado Kurt Vonnegut a un tal Charles McCarthy, director del instituto de Drake, Dakota del Norte, después de que éste, tras haberse enterado de que un profesor estaba utilizando su extraordinaria novela Matadero Cinco como lectura en clase, hubiera ordenado quemar en la caldera del edificio 32 ejemplares de la misma (por considerar que utilizaba «lenguaje obsceno»), inaugurando así un periodo de «quemas» que no tardó en saltar a los medios de comunicación.
Querido Sr. McCarthy:
Le escribo en su capacidad de director del Instituto Drake. Me cuento entre aquellos escritores estadounidenses cuyos libros han sido destruidos en la ahora famosa caldera de su escuela.
Ciertos miembros de su comunidad han sugerido que mi obra es maligna. Esto me resulta extraordinariamente insultante. Las noticias que llegan desde Drake me llevan a pensar que los libros y los escritores son para ustedes algo muy irreal. Le escribo esta carta para hacerle saber lo real que soy. También quiero que sepa que mi editor y yo no hemos hecho absolutamente nada para explotar las desagradables noticias provenientes de Drake. No nos hemos palmeado mutuamente las espaldas, congratulándonos por todos los libros que vamos a vender con la polémica. Hemos rechazado aparecer en la televisión, no hemos escrito ni una sola carta encendida a los periódicos ni hemos concedido largas entrevistas. Sentimos enfado, repulsa y tristeza. Y ninguna copia de esta carta le ha sido enviada a nadie más. Tiene usted en sus manos la única copia. Es una carta estrictamente privada escrita por mí para el pueblo de Drake, que tanto ha hecho para dañar mi reputación a ojos de sus hijos y posteriormente a ojos del mundo. ¿Tendrá el coraje y la ordinaria decencia de mostrarle esta carta al pueblo o también ella acabará consignada a los fuegos de su caldera?
Supongo, a partir de lo que leo en los periódicos y oigo en televisión, que me imaginan, a mí y también a otros escritores, como a una especie de individuo ratonil que disfruta ganando dinero envenenando las mentes de los jóvenes. En realidad soy una persona grande y fuerte, de cincuenta y un años, que realizó muchos trabajos agrícolas de niño, hábil con las herramientas. He criado a seis niños, tres míos y otros tres adoptados. Todos han salido bien. Dos de ellos son granjeros. Soy un veterano de infantería de la Segunda Guerra Mundial y tengo un Corazón Púrpura. Me he ganado lo que sea que tenga trabajando duramente. Nunca he sido arrestado ni demandado por nada. Me he ganado la confianza de los jóvenes y de los demás en mi trato con los jóvenes de tal manera que he trabajado en las facultades de la Universidad de Iowa, Harvard y el City College de Nueva York. Todos los años recibo como mínimo una docena de invitaciones para dar charlas inaugurales en universidades e institutos. Probablemente no haya otro escritor de ficción estadounidense vivo cuyos libros sean más usados en las escuelas.
Si se molestaran en leer mis libros, en comportarse como lo harían personas educadas, sabrían que no son sensuales ni defienden ningún tipo de comportamiento salvaje. Ruegan que la gente sea más amable y más responsable de lo que a menudo suele serlo. Es cierto que algunos de los personajes hablan rudamente. Esto se debe a que las personas hablan rudamente en la vida real. Particularmente los soldados y aquellos que tienen trabajos duros hablan rudamente, e incluso el más protegido de nuestros hijos lo sabe. Y todos sabemos, también, que en realidad esas palabras no causan apenas daño a los niños. No nos lo causaron a nosotros cuando éramos jóvenes. Eran las malas acciones y las mentiras lo que nos causaba perjuicio.
Tras haber dicho todo esto, estoy seguro de que se mostrará presto a responder: «Sí, sí, pero decidir qué libros deben leer nuestros hijos en nuestra comunidad sigue siendo nuestro derecho y nuestra responsabilidad». Esto es efectivamente así, pero también es cierto que si ejercitan ese derecho y cumplen esa responsabilidad de manera ignorante, burda y antiamericana, la gente se verá justificada para llamarles malos ciudadanos y necios. Incluso sus hijos se sentirán justificados para llamarles así.
He leído en el periódico que su comunidad está perpleja ante el escándalo que se ha extendido por todo el país a raíz de sus acciones. Bien, han descubierto que Drake forma parte de la civilización estadounidense, y que sus conciudadanos no soportan que se hayan comportado ustedes de manera tan incivilizada. Quizás con esto aprendan que los libros son sagrados para los hombres libres por muy buenos motivos, y que se han luchado guerras contra naciones que odian los libros y los queman. Si son ustedes americanos, deben permitir que todas las ideas circulen libremente en su comunidad, no únicamente las suyas.
Si usted y su junta directiva están decididos a mostrar que tienen, en realidad, sabiduría y madurez en el ejercicio de sus poderes sobre la educación de los jóvenes, deberían reconocer que ha sido una lección nauseabunda la que les han enseñado a los jóvenes de una sociedad libre, con su denuncia y posterior quema de libros. Libros que ni siquiera han leído. También deberían mostrarse dispuestos a exponer a sus hijos a todo tipo de opiniones e información, para que puedan estar mejor equipados para tomar decisiones y sobrevivir.
Una vez más: me han insultado, y soy un buen ciudadano, y soy muy real.
Kurt Vonnegut
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viernes 25 de noviembre de 2011
«La gente, debido a varios motivos culturales, de educación y demás, tiene a menudo la idea de que una traducción, para ser una traducción, ha de ser idéntica al original que se está traduciendo. Y mi principal argumento a lo largo de todo el libro es que no, no, una traducción ha de ser «como». Y los modos en los que es «como» el original varían. Varían históricamente. Varían en los patrones específicos del lenguaje con el que estás tratando. Varían dependiendo del tipo de texto u objeto que estás traduciendo. Lo que busca proporcionar una traducción es una similitud. Persigues una buena equiparación, pero la igualdad, y con esto me refiero a la obtención de dos textos idénticos, en fin… eso es algo que nunca podrás alcanzar, porque ni siquiera la misma frase implica siempre lo mismo dentro de un mismo idioma. Ha pasado un momento y ya el mero hecho de repetirla hace que el significado no sea el mismo que al pronunciarla por primera vez. Pero existe esa idea, no muy explícita, no reformulada, pero sí muy poderosa, de que a menos que una traducción sea idéntica al original, no es buena. Eso es lo que intento que la gente rechace, que abandone, que se dé cuenta de que la traducción es algo mucho más sutil y mucho más interesante que eso».
«El caso es que lo que traduces no son palabras, y esto es algo que he intentado explicar en muchos capítulos de mi libro. Lo que traduces es el modo de articularlas. Traduces unidades completas. Y has de crear algo que en la traducción funcione como en el original. Supongo que probablemente estamos demasiado marcados por la experiencia de traducir entre idiomas muy cercanos entre sí, como el inglés y el francés o el francés y el latín, en los cuales, muy a menudo, las palabras coinciden porque, francamente, en realidad son dialectos unos de otros. Pero entre idiomas que son un poco más distantes también tienes que tomar distancia como traductor. Y lo que estás transmitiendo no son las palabras, sino su significado general, y después tanta textura como seas capaz. De modo que no es nada sorprendente que si abordas la tarea como una cuestión de «cuál es la palabra inglesa para esa palabra en el otro idioma» acabes dándote de cabezazos contra la pared o acabes con la idea de que no hay nada que hacer. Pero siempre puedes hacer algo para escribir la frase o el párrafo de manera diferente de modo que los elementos importantes queden representados en la traducción».
Los dos párrafos anteriores son extractos de esta charla radiofónica con David Bellos, director del programa de traducciones y comunicaciones interculturales de la Universidad de Princeton y autor del libro Is That a Fish in Your Ear? Translation and the Meaning of Everything. Creo que es difícil resumir mejor en menos palabras en qué consiste exactamente el trabajo del buen traductor (y por qué el afán por la literalidad que a veces nos exigen ciertos aficionados o, peor aún, según qué clientes, puede acabar convirtiendo en ilegible una novela o en incomprensible una película). La ilustración, por supuesto, es de Max y está sacada de su blog. Veo algo en esa acumulación de libros sin título que me resulta inexplicablemente apropiado para esta entrada.
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jueves 13 de octubre de 2011
Hace un par de días el semanario Publishers Weekly entrevistaba a Art Spiegelman a propósito de la publicación de su nuevo tebeo: MetaMaus. Aunque toda la conversación es realmente interesante (podéis encontrarla entera aquí), si algo me ha llamado particularmente la atención han sido las reflexiones de Spiegelman acerca del futuro del libro. Ahí van algunas de las más destacadas.
· La misma tecnología que amenaza con acabar con los libros tal como los conocemos (el «libro físico», una nueva frase en nuestro vocabulario) es también la que permite que el libro físico pueda ser más hermoso de lo que lo han sido los libros desde la edad media.
· Lo que estamos perdiendo culturalmente con más rapidez, además de los recursos naturales y el petróleo y la idea de democracia y justicia social, es la habilidad para concentrarse. Ahora me pasa que cuando leo un libro físico, desvío la mirada hacia la esquina superior derecha para ver qué hora es en mi libro. La confusión es universal. Tanto el digital como el físico tienen cosas positivas, pero si vas a leer y releer un libro, tiene más sentido que sea un libro de verdad, debido a esa habilidad para concentrarse y esa relación que estableces con él, en oposición al tipo de relación que estableces con tu pantalla, que lo que recompensa es el cambio. Incluso en el iPad o el Kindle, obtienes tu recompensa pulsando un botón, es casi un reflejo pavloviano. Provocas una pequeña reacción. Y siempre obtienes una pequeña subida de adrenalina. Pero esa subida es distinta cuando lo que haces es pasar una página como si fuera un telón en un teatro para mostrarte otra cosa.
· Diría que, en el futuro, el libro estará reservado para cosas que funcionan mejor como libro. Si necesito un libro de texto que va a quedar obsoleto debido a nuevas innovaciones tecnológicas, será mejor tenerlo en un formato que permita descargar suplementos y actualizaciones. Si lo que quieres es leer una novela rápida de misterio para entretenerte mientras vas de viaje, igual. Pero nada de todo esto depende del modelo de negocio. Tiene que ver con la naturaleza estética del libro, la idea de que, como dice McLuhan, cuando una tecnología se ve reemplazada por otra tecnología, la anterior o se convierte en arte o muere.
· Recuerdo hace años una fiesta en mi casa a la que vinieron muchos autores famosos. Estaba trabajando en The Wild Party para Pantheon e intentando decidir entre una encuadernación en cartoné normal o en tres piezas, y si ponerle sobrecubierta o no. Así que les consulté a aquellos escritores qué preferían ellos y me preguntaron que qué era un cartoné en tres piezas. No lo sabían. No sabían cómo estaban hechos sus libros. Y tampoco tenían motivo para ello. Estoy convencido de que si les entrevistaras ahora, te dirían lo importante que les parece que el libro siga siendo un libro, porque ellos, igual que yo, han crecido con el objeto, y sin embargo su obra puede transferirse con relativa facilidad al plano digital. Sin embargo, nunca he conocido a un historietista que no supiera en qué papel va a ser impreso su tebeo y a qué formato. Forma parte de la semilla del proyecto en el que quieres trabajar. Por supuesto, puede modificarse y ajustarse en caso de ser necesario, pero empiezas a crearlo con un objetivo en mente. El formato es una parte integral de la narración. Diría que incluso Maus nace de una decisión formal; no de «Voy a hablarle al mundo del Holocausto», sino más bien de «Quiero ver un libro que sea como los demás libros que tengo en la estantería y que sea lo suficientemente gordo como para necesitar un marcapáginas».
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martes 24 de mayo de 2011
Esta semana llega a las tiendas, justo a tiempo para la Feria del libro de Madrid, un librito que he traducido para otra editorial amiga, Rey Lear. Se trata del ensayo de Oscar Wilde The Soul of Man Under Socialism, rebautizado en esta ocasión como La importancia de ser socialista para que haga juego con otros dos títulos del mismo autor (La importancia de no hacer nada y La importancia de discutirlo todo) aparecidos anteriormente en la misma colección. Los tres, por cierto, con portada de Miguel Ángel Martín. Como suele ser habitual en Wilde, al final lo del socialismo no deja de ser otra excusa para hablar largo y tendido sobre las dos cuestiones que realmente le preocupan: el individuo y el arte. Y desde ese punto de vista tiene observaciones muy interesantes, en ocasiones muy socarronas y, por lo general, muy relevantes todavía hoy. Una de mis favoritas es esta que os pego a continuación.
«Al público le desagrada la novedad porque le tiene miedo. Representa para él una forma de Individualismo, una aseveración por parte del artista de que es él mismo quien elige su tema, y lo trata según su antojo. Y al público no le falta razón en su actitud. El Arte es Individualismo, y el Individualismo es una fuerza perturbadora y desintegradora. En ello reside su inmenso valor. Pues lo que busca perturbar es la monotonía del tipo, la esclavitud de la costumbre, la tiranía del hábito y la reducción del hombre al nivel de una máquina. En el Arte, el público acepta lo que ya ha sido porque no puede alterarlo, no porque lo aprecie. Engulle los clásicos de una sentada y nunca los saborea. Los tolera como inevitables y, al no poder mutilarlos, opina vacuamente sobre ellos. Curiosamente —o no tan curiosamente, dependiendo del punto de vista de cada uno—, esta aceptación de los clásicos causa un gran prejuicio. […] Lo cierto es que el público hace uso de los clásicos de un país como herramienta para comprobar los progresos del Arte. Degrada a los clásicos a la categoría de autoridades. Los usa como cachiporras para impedir la libre expresión de la Belleza en nuevas formas. Siempre le está preguntando al escritor por qué no escribe como otro, o al pintor por qué no pinta como otro, completamente ignorante del hecho de que si cualquiera de los dos hiciera algo similar dejarían de ser artistas. Los nuevos modos de Belleza le resultan completamente de mal gusto, y cada vez que aparece uno se muestra tan airado y desconcertado que siempre usa dos expresiones estúpidas: una, que la obra de arte es groseramente ininteligible; la otra, que la obra de arte es groseramente inmoral. A mí me parece que lo que quiere decir el público con estas expresiones es lo siguiente. Cuando dice que una obra es groseramente ininteligible, quiere decir que el artista ha dicho o creado algo nuevo; cuando describe una obra como groseramente inmoral, quiere decir que el artista ha dicho o creado algo bello que además es cierto».
Más información sobre La importancia de ser socialista en la página web de Rey Lear Editores.
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